PARA ENTENDER IRAK I

La posguerra de Irak y el dominio norteamericano en Medio Oriente

 

Autor: Claudia Cinatti

Fecha: 15/4/2004

Fuente: Estrategia Internacional N°20


Este artículo fue publicado por primera vez junto a la versión electrónica de la revista Estrategia Internacional N° 20 de Septiembre 2003.
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La situación en Irak sigue siendo altamente inestable. A los ataques de tipo guerrillero contra las fuerzas de ocupación norteamericanas y británicas, se sumó el inicio de atentados masivos como el ataque a la sede de las Naciones Unidas y a la mezquita de Najaf donde murió el clérigo chiíta y líder del Consejo Supremo de la Revolución Islámica. La comunidad chiíta respondió con movilizaciones de masas al asesinato de Baqir al Hakim, en las que se exigió el fin de la ocupación. Baqir al Hakim era uno de los pilares en que se sostenía la política de Estados Unidos de avanzar hacia un gobierno local que contara con cierta legitimidad. Ahora la situación es más incierta y lo más probable es que Estados Unidos intente convencer a las Naciones Unidas de tener una mayor participación en la posguerra.
La crisis de la “hoja de ruta”, el plan de “paz” de Bush para poner fin a la intifada palestina, dio un salto con la renuncia del primer ministro palestino Abu Mazen y el intento por parte del estado de Israel de asesinar al sheikh Ahmed Yassin, líder espiritual del grupo Hamas, lo que amenaza con desatar una ola de violencia de consecuencia impredecibles.
En este artículo, escrito antes del desarrollo de estos últimos hechos, ofrecemos al lector un análisis político e histórico para comprender la difícil situación en curso.



La guerra contra Irak constituye el primer paso de una estrategia más amplia y ofensiva del imperialismo norteamericano, formulada por Bush en la doctrina de Seguridad Nacional en octubre de 2002, basada esencialmente en el despliegue del poderío militar sin precedentes de Estados Unidos, en el “combate al terrorismo” y las “guerras preventivas” para reafirmar su dominio mundial en decadencia.
En el caso de Medio Oriente este giro hacia una política agresiva está conmocionando las alianzas con los agentes regionales, notablemente Arabia Saudita, a través de los cuales Estados Unidos ejerció su dominio por más de cincuenta años. Las bases que cimentaban estos acuerdos de conveniencia con las elites burguesas locales se vienen erosionando desde la caída de la Unión Soviética y el fin del mundo bipolar de la guerra fría. Los atentados del 11 de septiembre y la emergencia del fenómeno terrorista ligado a organizaciones islámicas, que crecieron al amparo de los gobiernos de la región y se alimentan de un profundo antinorteamericanismo en las masas musulmanas, aceleraron la decisión del gobierno de Bush de relanzar una ofensiva militar y política para “rediseñar” esta zona estratégica de la periferia capitalista1. Aunque todavía tiene contornos difusos, el llamado “rediseño” de Medio Oriente apunta a provocar cambios políticos radicales en los regímenes de la región, a los que se los percibe como inestables e incapaces de contener y combatir las amenazas a la seguridad y los intereses estadounidenses que surgen mayoritariamente de esta zona del planeta. Esto incluye no sólo al “eje del mal”, del que forman parte Siria e Irán, sino también a aliados históricos, como la monarquía saudita. El objetivo sería el surgimiento de regímenes árabes y musulmanes moderados relativamente estables que lleven a la normalización de las relaciones con el Estado de Israel y a reducir drásticamente el profundo antinorteamericanismo que atraviesa la región, alimentado por décadas de humillaciones y sometimiento.
Con la derrota del régimen de Hussein, Estados Unidos conquistó una relación de fuerzas en Medio Oriente basada en el despliegue militar y en la ocupación directa de un país que está en el corazón del mundo árabe, impensable por ejemplo para los planificadores de la primer guerra del Golfo2. Los reaccionarios gobiernos de las burguesías de la región han mostrado nuevamente su escandaloso servilismo al amo imperial. A pesar de que por las crecientes tensiones internas, mantuvieron una oposición formal a la guerra en Irak, colaboraron decisivamente en la campaña militar norteamericana, permitiendo discretamente el uso de sus instalaciones, y legitimaron la ocupación norteamericana, tratando de adaptarse a esta “nueva realidad”.
A pesar de estos elementos favorables, los resultados no fueron los esperados. Un informe preparado para el gobierno norteamericano concluye que: “El resultado estable de una guerra sólo se puede lograr si el país derrotado se vuelve estable después de la guerra. Dicho de otra manera, incluso la mejor victoria militar no puede por sí misma ganar la paz”3. La hipótesis “idealista” de que la población iraquí iba a recibir a los ocupantes como a sus “libertadores” y que el dominio colonial no iba a encontrar ninguna resistencia no fue más que una quimera surgida de las usinas neoconservadoras. Pasado el momento de gloria de la entrada de las tropas de la coalición a Bagdad y el símbolo de la caída de la estatua de Hussein, la emergencia de una resistencia armada contra la ocupación y la hostilidad de amplios sectores de la población cuyas condiciones de vida se han deteriorado notablemente, sin servicios básicos, sin empleo y sobre todo humillados por la ocupación extranjera, potencialmente puede poner en cuestión el éxito de esta política ofensiva.
El gobierno de Bush se lanzó a esta “guerra de elección” sin la legitimidad de las Naciones Unidas y en medio de una oposición de masas internacional que dio lugar a uno de los movimientos más amplios de la historia contra el imperialismo norteamericano. Ahora, tiene que cargar prácticamente en soledad con los costos políticos, económicos y militares de la ocupación y la “pacificación” de Irak, acompañado sólo por el primer ministro británico Tony Blair, que está enfrentando la peor crisis de su gobierno desde que asumió en 1997.
La estrategia de posguerra del imperialismo está atravesando por un momento de confusión. Algunos de sus principales ideólogos, como Paul Wolfowitz, reconocieron que habían subestimado los costos y los peligros de la ocupación. La administración republicana está sumida en la tarea de intentar transformar su triunfo militar en victoria política, en medio de un creciente cuestionamiento interno, lo que la está poniendo frente al dilema de realizar “elecciones difíciles”. Entre las alternativas posibles no se descarta una negociación con el régimen teocrático de la República Islámica de Irán, para encontrar una solución política a la situación planteada en Irak. Tal es la dimensión de la apuesta norteamericana en Irak que la agencia Stratfor ha definido al país como “el pivote actual del sistema geopolítico internacional”. De fracasar en esta empresa se pondrían en riesgo los objetivos a largo plazo que ha trazado la administración republicana para reafirmar el poderío imperialista.


Las contradicciones de un triunfo imperialista no consolidado



Luego de haber logrado un triunfo militar rápido y a bajo costo, Estados Unidos está encontrando importantes dificultades para lograr el objetivo de estabilizar Irak y proyectar desde allí su poderío al Medio Oriente.
Polemizando con la visión facilista de los asesores neoconservadores de la administración Bush, algunos preveían un resultado más cercano a la realidad que está atravesando la ocupación imperialista de Irak. En un artículo aparecido en The Atlantic Monthly antes de la guerra, tomando como ejemplos otros conflictos que han tenido consecuencias a largo plazo, el autor llegaba a la conclusión de que “El día después de que termine la guerra, Irak se transformará en el problema de Estados Unidos, por razones prácticas y políticas”, y concluía que “la guerra –especialmente en regiones inestables como Medio Oriente– siempre tiene el potencial de desatar reacciones en cadena dramáticas e impredecibles”4.
En medio del vacío político y el caos que siguió a la caída del régimen de Hussein y el colapso de las instituciones del estado iraquí, se desataron fuerzas políticas y sociales cuya intervención no estaba en los cálculos de los planificadores de la victoria militar y que están complicando el panorama de la posguerra: por un lado la emergencia de líderes religiosos chiítas que disputan cuotas de poder y han demostrado ser la única oposición organizada al régimen del partido Baath con capacidad de movilización; y por otro el desarrollo de una resistencia armada a la ocupación militar bajo la forma de una todavía incipiente guerra de guerrillas, que actúa sobre un fondo de hostilidad en sectores importantes de la población ante los ocupantes.
Prácticamente desde que las fuerzas de la coalición ingresaron a Bagdad han comenzado a enfrentar una situación que recuerda en sus inicios a la de otros ejércitos de ocupación en la historia: sabotajes, ataques y emboscadas que incluyen desde francotiradores hasta ataques con granadas y cohetes que aumentan día a día el número de bajas entre las tropas imperialistas luego de concluidas las operaciones bélicas de gran escala.
Para el Pentágono el número de bajas se mantiene a un nivel “razonable” para una potencia imperialista que se ha propuesto ocupar y someter a una nación de millones de habitantes en un contexto hostil. Sin embargo, la continuidad de esta resistencia asimétrica es un problema para los objetivos de Bush de desplegar un poderío militar indiscutible y sobre esa base cimentar el dominio norteamericano.
El secretario de defensa Donald Rumsfeld, trató de disminuir durante semanas la envergadura del problema. Recién el 16 de julio el General John Abizaid reconoció en su informe diario que “estamos combatiendo contra remanentes baathistas en todo el país. Creo que son miembros de nivel medio del partido Baath (...) que se han organizado a nivel regional en una estructura celular y están persiguiendo lo que describiría como una campaña de tipo guerrillera clásica contra nosotros. En nuestros términos doctrinarios, es un conflicto de baja intensidad, pero sin embargo es una guerra”.5
El gobierno de Bush viene sosteniendo que se trata de “bolsones aislados” de elementos leales a Saddam Hussein y combatientes islámicos extranjeros. Por esto esperaba que el asesinato de los hijos de Hussein, Uday y Qusay, caídos en un duro enfrentamiento con las tropas de la coalición en la ciudad de Mosul, dejara sin dirección y por lo tanto paralizara a los grupos de resistencia armada. Sin embargo, los ataques han continuado.
Aparentemente la estructura de la resistencia sería mucho más complicada. Algunos informes de la prensa árabe consideran que al menos hay una decena de grupos participando en esta guerra de guerrillas, en la que confluyen tres sectores: elementos del viejo régimen que ven como su única opción seguir peleando, apostando al desgaste y desmoralización de las tropas norteamericanas y que están tratando de aplicar las experiencias de otras organizaciones contra ejércitos de ocupación, como el Hezbollah libanés y el Hamas palestino; individuos nacionalistas y grupos insurgentes con fuertes lazos tribales, enfurecidos por la presencia norteamericana a la que viven como una humillación deliberada; y por último organizaciones islámicas radicales6. Ciudades enteras como Falluja o Najaf se oponen activamente a las fuerzas de la coalición.
En su nivel de desarrollo actual esta resistencia no plantea un desafío militar de magnitud, sin embargo tiene un importante efecto sobre la moral de las tropas de la coalición y en la opinión pública norteamericana, que con cada nueva baja aumenta el cuestionamiento de una permanencia militar prolongada, sobre todo en un conflicto para el que no se vislumbra una salida sencilla. De persistir esta guerra de guerrillas, se vería perjudicado el objetivo principal de Estados Unidos de hacer un despliegue de poder imbatible. La retirada de las tropas estadounidenses de Beirut en 1983, de Somalia en 1993 y la falta de compromiso en Afganistán, donde a pesar de haber ganado la guerra, todavía no se ha logrado “pacificar” al país ni capturar a Osama Bin Laden y el Mullah Omar, alimentan una percepción bastante extendida en el mundo árabe y musulmán que si bien parte de reconocer el poderío militar norteamericano, ve a Estados Unidos sin la “voluntad imperial” suficiente como para usarlo decididamente, es decir que a diferencia de otras potencias imperiales en la historia, la población norteamericana, sobre todo después de la derrota de Vietnam, no está dispuesta a grandes sacrificios económicos y en vidas humanas en pos de objetivos de dominio imperialista7.


La emergencia de las fuerzas chiítas y el fantasma del estado teocrático



Con el colapso del partido Baath y las instituciones del estado, las organizaciones chiítas emergieron como la única fuerza social capaz de ocupar el vacío creado por la caída del régimen. Tomaron la organización local de ciudades, emitiendo fatwas (edictos religiosos) para controlar los saqueos, patrullaron las calles y en muchos casos impusieron las autoridades. En ciudades como Najaf los clérigos directamente comenzaron a gobernar la ciudad.
Históricamente, a pesar de constituir la mayoría de la población, los chiítas fueron marginados de puestos importantes de poder. El establecimiento del estado iraquí en 1920, con la unificación de las tres provincias otomanas ocupadas por Gran Bretaña –Basora, Mosul y Bagdad– tuvo en su raíz el levantamiento anticolonial que empezó en las zonas del sur chiítas a la que después se sumaron sectores sunitas. Gran Bretaña que le había prometido la independencia a los árabes y la autonomía a los kurdos a cambio de que éstos los ayudaran a derrotar al imperio otomano, después pasó a ocupar estas zonas e intentó imponer su mandato. La rebelión anticolonial, que fue derrotada luego de cinco meses de combates, hizo que Gran Bretaña renunciara a la administración directa y optara por poner al frente del naciente estado a la monarquía títere del rey Faisal –perteneciente a la dinastía Hashemita y oriundo de la Península Arábiga– apoyándose en los ex oficiales del ejército otomano, árabes sunitas en su gran mayoría, marginando a los chiítas a quienes veían ligados a antiguas tradiciones tribales, mientras que traicionaba las promesas de autonomía kurda. Tras el golpe nacionalista de 1958 y la consolidación del régimen del partido Baath, los sunitas mantuvieron el control del estado y por esta vía los privilegios de las elites ligadas a él, entre las que los chiítas eran apenas una minoría.
Después de la revolución iraní, Hussein temía que la mayoría chiíta de Irak siguiera el ejemplo y buscara establecer un estado teocrático. Reforzó las medidas represivas y de control sobre sus mezquitas y seminarios, sobre todo en Najaf, ciudad donde el ayatolah Khomeini había pasado la mayor parte de su exilio y había elaborado la teología política de la futura república islámica. Sin embargo, el establishment religioso chiíta iraquí, no buscó conquistar el poder sobre el modelo iraní, sino que reclamaba mayores derechos dentro del estado nacional. Durante la guerra Irak-Irán gran parte de la base del ejército iraquí estaba compuesta por chiítas que combatieron contra la república islámica. Sin embargo Hussein nunca perdió su temor que se transformaran en “quinta columna” iraní en el curso de la guerra.
Estos antecedentes de marginación, represión y liderazgos tribales y religiosos resultan esenciales para comprender las fracciones políticas que emergieron en la comunidad chiíta sobre todo a partir de 1979 y su posición en las dos guerras norteamericanas contra Irak. En 1991, con la derrota del ejército baathista, los chiítas protagonizaron un levantamiento en el sur del país, creyendo contar con el apoyo norteamericano. Sin embargo, Estados Unidos optó por mantener a Hussein en el poder y este levantamiento fue brutalmente aplastado por la Guardia Republicana.
Luego de la caída de Saddam Hussein, los dirigentes locales de la comunidad chiíta se reposicionaron para el nuevo orden de posguerra, tratando de ocupar lugares clave y peleando cuotas de poder.
La comunidad chiíta no es social y políticamente homogénea. El mapa político es complejo y se compone de partidos tradicionales y nuevas organizaciones que emergieron con la caída del régimen del partido Baath, que tienen distintas posiciones frente a la ocupación. Según un análisis de la agencia Stratfor, habría tres fracciones, “una oposición moderada, dirigida por el Gran Ayatollah Ali Sistani; una fracción virulentamente antinorteamericana dirigida por el clérigo Muqtada al-Sadr; un grupo de islamistas tácitamente pro norteamericano (aunque no completamente) miembros del Consejo Iraquí, que incluyen tres grupos apoyados por Irán: Dawah, el Consejo Supremo de la Revolución Islámica y Hezbollah”.8
La existencia de grupos y clérigos opositores a la vez restringe el alineamiento de las organizaciones chiítas que de hecho aceptaron la ocupación imperialista, ya que temen aparecer como colaboracionistas de Estados Unidos y arriesgar así el apoyo popular del que gozan. El ayatollah Alí Sistani es una autoridad religiosa que tiene gran influencia y respeto en la población chiíta, si bien su posición es moderada, por ejemplo emitió una fatwa condenando la resistencia violenta contra las tropas de la coalición, en sus últimas declaraciones públicas se pronunció a favor del fin inmediato de la ocupación, de redactar sin demoras la nueva constitución iraquí y convocar a elecciones libres.
La oposición más radical surge de Najaf, que junto con Karbala es uno de los principales centros religiosos chiítas. Si bien el clérigo Muqtada al-Sadr es muy joven y no goza de gran autoridad, su popularidad política se desarrolló a partir de la crítica permanente a la ocupación norteamericana y al Consejo de Gobierno Iraquí. Su base de apoyo está en el populoso suburbio chiíta de Bagdad, conocido como Saddam City y rebautizado como al-Sadr City en honor a su padre y sus hermanos, asesinados por el régimen husseinista. Según analiza la revista The Economist, “a diferencia de otros movimientos chiítas importantes, los sadristas fueron excluidos del Consejo, en parte, se dice, porque otros islamistas no querían sentarse junto a ellos”. Este movimiento activamente demuestra su oposición en las calles, y plantea un problema para las tropas de la coalición, ya que como explica este mismo artículo “las movilizaciones sadristas, al menos contra la coalición son generalmente pacíficas. Pero los norteamericanos tienen muy baja tolerancia hacia estructuras alternativas de poder. Una cantidad de iraquíes, incluyendo sadristas, han sido detenidos por declararse alcaldes o gobernadores (...) si Sadr es arrestado, puede transformarse en un símbolo de la resistencia al nuevo orden, como su padre lo fue contra el viejo orden”9.
Para algunos estrategas la solución estaría en ganar la simpatía de los líderes moderados chiítas, que acepten una constitución gradual y con representación proporcional de sunitas y kurdos, de un futuro gobierno que debería reemplazar a la administración de Bremer.10 Para Estados Unidos organizaciones como el CSRI son aliados poco confiables, con relaciones peligrosas con Irán. Pero lograr un acuerdo con ellos permitiría aislar a los clérigos más radicales y a los remanentes del partido Baath que se supone que, dado que no ha habido una rendición formal, estarían reorganizándose en los intersticios de la sociedad civil iraquí.


Crisis de la estrategia para la posguerra



Según la agencia de inteligencia Stratfor, “Los problemas que han surgido en Afganistán e Irak están arraigados en la estrategia norteamericana. Estados Unidos invadió ambos países como medio hacia otros fines, más que como fines en sí mismos. La invasión de Afganistán estaba orientada a quebrar la principal base operativa de Al Qaeda. La invasión de Irak buscaba mostrar el poder norteamericano contra los patrocinadores de Al Qaeda. En ningún caso Estados Unidos tenía un interés intrínseco en ninguno de los dos países –incluyendo el petróleo iraquí” 11. Este es un elemento importante, ya que el gobierno republicano nunca fue partidario de la política de “construir naciones” que de algún modo está planteada con la ocupación de Irak. Sin embargo, la crisis por la que está atravesando la política de Bush en Irak revela una contradicción más profunda entre los objetivos abiertamente imperialista de la guerra y las posibilidades reales de Estados Unidos de poner en práctica una política neocolonialista.
Ante las dificultades que está encontrando Estados Unidos para terminar de dominar un país atrasado y derrotado, sectores de la derecha neoconservadora aconsejan que es imprescindible avanzar hacia un dominio colonial estable para evitar que el poder logrado con el triunfo militar se diluya. Por ejemplo, la revista Weekly Standard publicó un artículo en el que su autor plantea la necesidad urgente que tiene Estados Unidos de crear una “oficina colonial”, que “por supuesto no puede ser llamada así. Necesita tener algún eufemismo anodino como por ejemplo Oficina de la Reconstrucción y la Asistencia Humanitaria. Pero debería tener la inspiración, aunque no el nombre, de la Oficina Colonial Británica y de la Oficina de la India (...) Estados Unidos no necesita ni quiere un imperio formal al modelo británico. Pero necesita desesperadamente ganar la paz en lugares como Afganistán e Irak –donde los británicos tuvieron una gran experiencia propia. Sufrieron contratiempos pero no podrían haber hecho lo que hicieron sin sus servicios imperiales civiles. Estados Unidos necesita uno propio antes que sus victorias militares tan duramente conseguidas se transformen en polvo”12.
La situación en Irak está lejos de parecerse al dominio colonial que Gran Bretaña mantuvo por más de un siglo en la India, donde como bien explica el analista de Weekly Standard, había construido una “administración civil” y un ejército local que usaba como carne de cañón para pelear por los intereses del imperio en sus intervenciones militares por ejemplo en la Primera Guerra Mundial o durante la ocupación de Irak y el aplastamiento de la revuelta anticolonial de 1920.
Las tropas de la coalición quieren evitar ser vistas como un ejército de ocupación e intentan por todos los medios no enfrentar a la población civil. No cuentan con una fuerza local armada, indispensable para tácticas eficaces de contrainsurgencia para derrotar a las guerrillas que combaten la ocupación. La milicia kurda peshmerga, que colabora con las tropas de la coalición, no constituye un reaseguro para Estados Unidos, ya que en perspectiva sus reclamos de independencia o mayor autonomía en la zona norte de Irak puede complicar aún más el panorama con la intervención de Turquía para evitar el peligro que representaría una reactivación del movimiento kurdo.
El Pentágono ya va por su tercer plan para establecer alguna autoridad que restaure la “ley y el orden” en los escasos meses que lleva la ocupación. Para contrarrestar la hostilidad de los iraquíes, Paul Bremer ha nombrado un Consejo provisorio de 25 miembros para darle un matiz de “administración civil local” a la ocupación extranjera, integrado por líderes religiosos y políticos de la mayoría chiíta, de los sunitas y kurdos, y hasta el secretario general del Partido Comunista Iraquí, sin lograr que no sea visto como un títere de Estados Unidos.
Desde el punto de vista interno, el gobierno de Bush convenció a la población de ir a la guerra sobre la base de argumentos defensivos, basándose en el temor ante la amenaza de un nuevo atentado terrorista13. Los ideólogos más convencidos de la necesidad de una política imperialista agresiva, como Robert Kaplan, no ponen en duda el poderío estadounidense sino que “la población norteamericana tenga el estómago para un compromiso imperial de un tipo que no hemos visto desde que Estados Unidos ocupó Alemania y Japón”14.
Sectores “progresistas” y partidarios del multilateralismo como la revista The Nation, empiezan a comparar la posguerra en Irak con la situación de Estados Unidos en los últimos años de la guerra de Vietnam y plantean que: “Es tiempo de que la Casa Blanca reconozca que cometió un profundo error estratégico en ir a la guerra en Irak sin el apoyo de la comunidad internacional, y que Estados Unidos y su pequeña banda de aliados no tienen los recursos, la experiencia ni la legitimidad para estabilizar Irak, menos aún para establecer las condiciones para una democracia iraquí. Es tiempo de que las Naciones Unidas tomen la responsabilidad en Irak como la única forma de cumplir este objetivo”15.
Para el gobierno de Bush retirarse no es una opción, ya que dejaría profundamente debilitado el poderío norteamericano en el mundo. Pero la crisis que abrió la posguerra puede llevar a Estados Unidos a encontrar una salida negociada, donde resigne cuotas de poder, que permita una resolución política al conflicto.


Elecciones difíciles



Los problemas de la posguerra y el hecho de que Estados Unidos no cuente con aliados confiables y fuerzas locales para combatir la insurgencia, lo está poniendo frente al dilema de realizar “elecciones difíciles” tanto del punto de vista militar como político. Una de ellas sería aumentar la presencia militar norteamericana que permita lanzar operaciones a gran escala contra focos de resistencia y a la vez asegurar el dominio de las principales ciudades. Esta dinámica posible es la que ha llevado a que prestigiosos periodistas de los medios imperialistas, empiecen a ver el “fantasma de Vietnam” al acecho, es decir un compromiso cada vez mayor de tropas norteamericanas, enfrentadas a la hostilidad general de la población, a la que cada vez más se verán obligadas a atacar para combatir una resistencia que no se limita a elementos del viejo régimen. Pero esta posibilidad pone el acento de la resolución del conflicto en términos militares y ha sido muy criticada, dada la impopularidad de comprometer más tropas en Irak y que Estados Unidos ya tiene desplegado dos tercios de sus capacidades militares en el mundo.
Las alternativas a profundizar el compromiso militar norteamericano sería:
a) intentar “internacionalizar” la posguerra, logrando legitimidad y una mayor participación de tropas de la Unión Europea y otros países. Aunque las Naciones Unidas legitimaron la ocupación y posteriormente al Consejo Provisorio Iraquí, la perspectiva de enviar tropas de países que se han opuesto a la guerra todavía es lejana. Un artículo aparecido en la revista The Economist, plantea del siguiente modo la contradicción de esta alternativa: “Aunque a los norteamericanos les gustaría tener más ayuda desde el exterior, no la quieren al precio de una resolución que restrinja la autonomía de su administración (...) Si Irak tuviera un mayor autogobierno, Francia, India y el resto podrían presentar su compromiso como una ayuda a Irak más que como un rescate a los norteamericanos”.
b) lograr un acuerdo con el régimen islámico iraní –el mismo “eje del mal”–y las fracciones chiítas que éste influencia en Irak.
Ninguna de estas alternativas es óptima para los planes de Bush de desplegar un poderío indisputable en el mundo árabe y musulmán, pero pueden permitir resolver la situación sin escalar el conflicto. Según Anthony H. Cordesman en un informe preparado para la administración Bush por el Center of Strategic and International Studies, “El problema en términos de lecciones aprendidas es que después de un gran victoria militar, Estados Unidos y sus aliados no estuvieron preparados para ganar la paz, se concentraron en los objetivos equivocados, y carecieron de una coordinación y una dirección central. A menos que esta situación cambie en Irak, Estados Unidos puede terminar peleando la tercera guerra del Golfo contra el pueblo iraquí. Si lo hace, esta guerra será en primer lugar política, económica, étnica y sectaria; y en este tipo de guerra asimétrica está lejos de ser claro que Estados Unidos pueda ganar”16. Justamente este escenario es el que están tratando de evitar los estrategas de la Casa Blanca.
La opción de una negociación con Irán aparece como una salida razonable aunque no óptima ni sencilla. Presenta contradicciones, ventajas y desventajas tanto para Washington como para Teherán y podría alterar el equilibrio de poder regional.
Sin embargo, después del atentado que terminó con la vida del clérigo Baqir al Hakim, líder del CSRI, el fantasma de una “libanización” de Irak con un posible desarrollo de una guerra civil entre las distintas fracciones dificulta los planes de “salida” del gobierno de Bush


¿Negociar con el “Eje del mal”?



Inmediatamente después de la derrota de Irak, Estados Unidos comenzó a escalar su prédica contra Irán y su programa nuclear, como medida de presión sobre la República Islámica, a la que Bush incluyó junto con Siria en su famoso “eje del mal” al que se propuso combatir y derrotar. Algunos asesores del equipo de política exterior del gobierno republicano pretendían imponer con el poderío militar el “cambio de régimen” en Irán. Michael A Ledeen escribía en el diario Washington Post que “Estamos en medio de una lucha regional en el Medio Oriente y los tiranos iraníes son la piedra fundamental de la red terrorista. Mucho más que el derrocamiento de Saddam Hussein, la derrota de los mullahs y el triunfo de la libertad en Teherán sería un evento verdaderamente histórico y un enorme golpe a los terroristas”17. Sin poner en discusión el interés que tiene Washington de “reformar” a Irán, otros sectores alertaban sobre los peligros de una intervención militar directa. Por ejemplo, un ex rehén en Irán en 1979 y actual experto en política exterior argumentaba contra la retórica belicista que “El cambio de régimen en Teherán es inevitable. Pero debe venir desde adentro. Irán no es Irak. Es un país grande y muy poblado: más de 70 millones de habitantes. Es abrumadoramente chiíta. Su pueblo está orgulloso de su cultura y es intensamente nacionalista”.18
Desaparecido de escena Hussein, Irán es la única potencia regional, por su tamaño, sus reservas petroleras y gasíferas y por su capacidad nuclear, que no orbita alrededor de Washington. Desde la revolución iraní las relaciones diplomáticas y comerciales formales entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán están suspendidas y el régimen teocrático se ha transformado en el enemigo público número uno del imperialismo norteamericano.
Estados Unidos comenzó a ejercer una presión sostenida sobre el régimen teocrático para desmantelar sus programas nucleares, a la que también se sumaron las Naciones Unidas, las principales potencias europeas y Rusia, que tienen buenas relaciones y hacen muy buenos negocios con Irán. Tanto Francia como Rusia fueron muy duros con respecto a la obligación de Irán de detener sus investigaciones nucleares y de someterse al escrutinio de los inspectores de energía atómica.
Sin embargo, las dificultades de la posguerra, pueden hacer que Estados Unidos necesite llegar a algún acuerdo con el clero iraní y por esa vía lograr el apoyo de la mayoría chiíta moderada que éste influencia. Este acuerdo, de concretarse, presenta ventajas y desventajas para ambas partes.
Para Washington, la complejidad de intentar un acuerdo con Irán con el que no mantuvo relaciones formales por más de dos décadas y la desventaja de negociar con el “eje del mal”, se compensaría con una cuota de pragmatismo que siempre ha caracterizado al imperialismo norteamericano cuando tiene importantes intereses en juego. Como recuerda un analista, “En la realpolitik no hay enemigos o amigos permanentes. Estados Unidos tiene una larga historia de forjar alianzas con contrapartes impensados para resolver problemas estratégicos –incluyendo Stalin, Mao y los mujaidines afganos durante los ’80 y concluye que “si Washington pudo lograr un acuerdo con China para disminuir la amenaza del comunismo, posiblemente pueda hacer lo mismo con el islamismo, alineando a los chiítas iraníes para contrarrestar la amenaza de los jihaidistas sunitas”19.
El clero iraní está en una posición de vulnerabilidad, cercado por la presencia norteamericana en los países vecinos. Esta presión externa se combina con un debilitamiento interno de los ayatollahs y del gobierno reformista de Khatami, que el pasado junio sufrieron nuevamente una oleada de protestas del movimiento estudiantil y amplios sectores sociales contra la política económica y exigiendo libertades democráticas. Evidentemente la cooperación de Irán con Estados Unidos en lograr algún tipo de acuerdo con los chiítas iraquíes tendría como contrapartida un alivio de esas presiones. Un analista conjetura que “si Teherán puede lograr una esfera de influencia en Irak, podría crear una zona tapón que le dé al país profundidad estratégica y lo ayude a aislarse de potenciales amenazas a su seguridad” y que, “En última instancia, un compromiso norteamericano-iraní sobre Irak, podría dejar a Irán como un hegemón regional –bajo los auspicios de Estados Unidos– y alterar así el panorama geopolítico del Golfo Pérsico y el Medio Oriente”20.
Desde el punto de vista interno, el acuerdo alejaría el fantasma del “cambio de régimen” que acecha a la teocracia iraní, ya sea por una acción directa de Estados Unidos o por el apoyo norteamericano a sectores internos descontentos21. Sin embargo, también le plantea una difícil elección a la República Islámica: el gobierno fue capaz de controlar las movilizaciones y encarceló a miles de estudiantes y activistas bajo el cargo de “elementos antirrevolucionarios” alentados por potencias extranjeras, sobre todo Estados Unidos. La legitimidad del régimen iraní se basa en sus credenciales antinorteamericanas, lo que se vería perjudicado por un acuerdo abierto o tácito con Estados Unidos y agregaría elementos futuros de tensiones internas y externas con organizaciones como Hezbollah ligadas al régimen iraní que encabezan la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos. En el mediano plazo este riesgo se vería compensado por la posibilidad de transformarse en una potencia pivote de la estabilidad regional desplazando a su enemigo histórico, Arabia Saudita, que por primera vez desde la revolución iraní vería nuevamente acercarse la posibilidad de una creciente influencia chiíta en el mundo musulmán, en el marco de la crisis que atraviesa su relación estratégica con Estados Unidos.



La monarquía saudita. De aliado a régimen “disfuncional”



La monarquía saudita fue durante décadas el principal aliado de Estados Unidos en el mundo árabe. Esta relación data de 1945, con el pacto sellado entre Ibn Saud y el entonces presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, por el cual Estados Unidos le garantizaba la unidad territorial, y éste le proveería generosamente de petróleo barato. Este compromiso se transformó en la base del tratado de defensa y asistencia mutua, firmado en 1951, bajo el cual Estados Unidos proveía equipamiento y entrenamiento para las fuerzas armadas y la guardia de elite encargada de la seguridad de la familia real. Además, esta alianza estratégica no se reducía al intercambio de “seguridad por petróleo”, sino que “a lo largo de la guerra fría, Arabia Saudita fue una pieza clave en el campo antisoviético, financiando movimientos que no tenían nada que ver con el Islam, como Unita en Angola y los contras en Nicaragua. En Afganistán jugó un rol crucial en brindar ayuda a los mujaidines y contribuyó en gran medida a la derrota rusa en los ’80”22. Con la caída de la Unión Soviética, esta función de la elite gobernante de Arabia Saudita perdió importancia, aunque siguió siendo clave para la política norteamericana en el mundo árabe. En la guerra del Golfo el uso de su territorio y el estacionamiento de tropas y bases imperialistas fue de una importancia decisiva para la ofensiva militar contra Irak.
Pero la participación de 15 ciudadanos sauditas en los atentados del 11 de septiembre y la oleada de atentados en Riyad en mayo de este año contra blancos occidentales cuidadosamente seleccionados, puso bajo un intenso cuestionamiento la relación de Estados Unidos con Arabia Saudita, que empezó a ser vista como una fuente de exportación de terrorismo antinorteamericano. La última afrenta a la casa Saud fue la negativa del presidente norteamericano a desclasificar las 28 páginas del informe del Congreso sobre los atentados a las Torres Gemelas referidas a las relaciones de la monarquía con la organización Al Qaeda, lo que la ha dejado sin posibilidad de defenderse frente a esta acusación y provocó la protesta por lo que considera un tratamiento indigno a “quien ha sido un verdadero amigo y socio de Estados Unidos por más de 60 años”. Lo cierto es que Arabia Saudita se transformó en un blanco de las propuestas de “cambio de régimen” de los halcones de la Casa Blanca como parte del “rediseño” de Medio Oriente que consideran que la monarquía se ha vuelto totalmente “disfuncional” para los intereses norteamericanos. Para los sectores más “realistas” del establishment que tradicionalmente influyeron en la política exterior de Estados Unidos la “reforma” de la monarquía y su relación con el clero está fuera de discusión, pero aconsejan un enfoque menos agresivo. Un artículo aparecido en la revista Foreign Affairs aconseja que “el cambio político no puede ser impuesto desde afuera, y especialmente no por Estados Unidos (...) Un enfoque gradual es la única garantía de cambio político: ningún proceso de reforma producirá un resultado positivo y estable sin la cooperación de la monarquía, y sólo serán aceptables las reformas sostenidas y graduales que no amenacen inmediatamente al actual gobierno”23.
La monarquía saudita se encuentra en una posición de difícil equilibrio, entre la presión imperialista para combatir a grupos islámicos radicales y aplacar la prédica antinorteamericana de los jefes religiosos, y una creciente tensión interna. Como explica un analista “El actual dilema para el gobierno saudí es en qué medida podrá aplicar tácticas violentas para suprimir y erradicar a los militantes ortodoxos y a Al Qaeda sin alienar a una gran parte de su población. Al mismo tiempo a los ojos de sus interlocutores norteamericanos, la voluntad del gobierno de suprimir estos grupos se ha vuelto el test ácido de su voluntad de enfrentar el terrorismo”24. En este dilema permanecer neutral no es una opción.
Estados Unidos le está exigiendo a la monarquía saudita que defina “qué rol jugó en el ascenso y la popularidad de Bin Laden la doctrina religiosa severa y la vasta infraestructura religiosa que construyó alrededor de ésta”25.
Esta definición apunta al corazón de la base de legitimación de la casa Saud como elite gobernante, que combinó las conquistas militares de las décadas de 1920 y 1930 y en su alianza con el clero musulmán wahabita. Esta alianza llevó a la primera fundación del reino en 1745, con el pacto entre Muhamad Ibn Saud y el clérigo Muhamad Ibn Abd al-Wahab, cuya ideología se basaba en la vuelta a los fundamentos originales del Islam y a la aplicación de sus prescripciones a todas las esferas de la vida pública y privada, que habían sido pervertidos por el imperio Otomano.
La relación entre autoridad política y religiosa sigue siendo la base constitutiva del reino. Los descendientes de al-Wahab siguen dominando las instituciones religiosas oficiales y el clan Saud el estado. La legitimación política de la monarquía proviene de ser los guardianes de los lugares santos del Islam y del reconocimiento del clero wahabita que a su vez ha justificado mediante edictos religiosos decisiones políticas del gobierno, como por ejemplo la presencia de las tropas norteamericanas a partir de la guerra del Golfo. La instrumentación activa de la religión para objetivos políticos se acentuó a partir de la década del ’60 para enfrentar las tendencias nacionalistas y seculares26. Esta politización de la religión dio un salto con la revolución iraní, a la que Arabia Saudita respondió con una activa difusión y financiamiento de su versión conservadora del Islam y con la lucha de los mujaidines afganos contra la Unión Soviética. Sin embargo este uso de la religión se iba a convertir en un arma de doble filo. Sectores del clero se hicieron más críticos de la monarquía por su vida lujuriosa y su colaboración con occidente. Osama Bin Laden, apadrinado por Arabia Saudita para formar a los combatienteas afganos, terminó creando la red Al Qaeda y declarándose enemigo de la monarquía por permitir la instalación de bases norteamericanas en territorio santo. Un analista árabe explica esta situación planteando que “El odio de los líderes de Al Qaeda contra Estados Unidos y el régimen saudita no es sólo el resultado de un adoctrinamiento islámico radical, irónicamente es el producto de los dos grandes éxitos que surgieron de la cooperación saudita-norteamericana: la batalla de Afganistán contra los soviéticos y la primera guerra del Golfo”27.
El problema es que los grupos radicales como Al Qaeda son una variante extrema de una misma continuidad ideológica del establishment religioso, caracterizado por un discurso fuertemente antioccidental. Por esto, la monarquía corre el riesgo que al intentar enfrentar a los grupos terroristas locales, termine confrontando con sectores del clero que comparten en gran parte sus ideas, y con esto poniendo en cuestión su propia legitimidad interna.
Las tensiones que se están acumulando al interior del reino pueden ser explosivas. Su servilismo hacia Estados Unidos choca con un profundo antinorteamericanismo en la población. El deterioro de las condiciones económicas ha disminuido la capacidad de la monarquía de sostener su estado de bienestar que sobre todo favorecía a las clases medias profesionales. Los altos índices de desocupación pueden llevar a que el reino adopte una política de “saudización” de la fuerza de trabajo, expulsando a los 5 o 6 millones de trabajadores extranjeros que realizan el trabajo manual mal pago. El enorme endeudamiento externo ha llevado a la paralización de obras de construcción, al atraso en el pago de salarios y a conflictos obreros. Políticamente se están desarrollando dos tendencias opuestas que potencialmente pueden llevar a enfrentamientos internos. Por un lado el reclamo de mayores libertades democráticas y de recortar la influencia del clero wahabita en la vida cotidiana de los ciudadanos, motorizado centralmente por intelectuales y el sector privado de la economía. Por otro una tendencia islámica más radicalizada, que se opone a las tibias reformas de liberalización del régimen, sobre todo en el campo de la educación, de la que los seguidores de Osama Bin Laden son sólo una minoría entre un sector extendido de ulemas y fieles. La prohibición absoluta de todo tipo de expresión y organización política28 y el escaso desarrollo de organizaciones sociales hace muy difícil la contención de estas tendencias que abonan una peligrosa inestabilidad interna. Esto puede dar lugar a la proliferación de grupos terroristas que no sólo atenten contra objetivos externos sino ya contra la propia elite gobernante. Por algo en las hipótesis sobre las perspectivas del reino no se descarta la posibilidad de una guerra civil.


La crisis de la “hoja de ruta”



Entre los objetivos imperialistas tras el triunfo en la guerra de Irak estaba la resolución en clave reaccionaria del conflicto palestino, una de las principales fuentes donde se alimenta el profundo antinorteamericanismo del conjunto de las masas árabes, que ven en el sufrimiento de este pueblo colonizado y sometido por el estado de Israel la síntesis de la traición de sus dirigentes y de la política imperialista.
El plan, conocido como “hoja de ruta”, tiene como fin la consolidación de una “solución” colonial y proisraleí que como plantea el intelectual palestino Edward Said, “se basa en la noción de que el problema subyacente es la ferocidad de la resistencia palestina, más que la ocupación que le ha dado lugar”29. Según Bush y Sharon, el pueblo palestino debe asumir su colonización y la pérdida de su territorio histórico, conquistado por Israel primero en 1948 con la partición de Palestina, luego en la guerra de los seis días en 1967 y progresivamente con la instalación de asentamientos de colonos, política de ocupación que sigue hasta la fecha. El futuro “estado palestino” que prevé la “hoja de ruta” para el año 2005, consistirá sólo de un 42% de los territorios ocupados, que a su vez constituyen sólo el 22% del territorio histórico palestino antes de 1948. Este seudoestado no podrá tener fuerzas armadas ni política exterior propia, que seguirá siendo atribución exclusiva de Israel. La aceptación de estos términos supone la renuncia al derecho de los refugiados a retornar a sus tierras y al derecho democrático elemental de la autodeterminación nacional. Para el jefe del ejército israelí, los palestinos deben reconocer que son “un pueblo derrotado” para asumir las duras “responsabilidades” que les impone la hoja de ruta.
Pero este reconocimiento está lejos de la realidad. En un artículo reciente, Uri Avnery plantea que “Los palestinos han sufrido terriblemente. Su infraestructura ha sido destruida. Su dignidad pisoteada. Alrededor de 2000 hombres, mujeres y niños fueron asesinados, decenas de miles heridos y otros tantos puestos en prisión. Se demolieron sus casas, se arrancaron sus árboles, se destruyó su vida cotidiana. Pero su resistencia no pudo ser quebrada”30. Este es el problema central del gobierno de Sharon que luego de combatir brutalmente durante casi tres años la intifada, no ha logrado garantizar la “seguridad” del estado sionista, que sigue siendo blanco de ataques de la resistencia palestina.
La condición para poner en marcha las negociaciones fue la imposición del primer ministro palestino Abu Mazen, una figura de segundo orden conocido por su “flexibilidad” con Israel, por presión de Estados Unidos, Israel, los gobiernos árabes y la Unión Europea. Este “cambio de régimen” suponía una Autoridad Palestina menos presionable y comprometida a “combatir al terrorismo”, es decir, capaz de desarmar a las brigadas de Hamas, Jihad Islámica y Fatah. Pero Abu Mazen no tuvo la capacidad ni la relación de fuerzas para cumplir esa promesa, que llevaría a un enfrentamiento interno entre las fracciones palestinas, entre las que las variantes más radicalizadas gozan de una importante popularidad. Su política fue negociar con Hamas, Jihad Islámica y las brigadas de Fatah un alto al fuego precario, con el objetivo de avanzar en la institucionalización de esas milicias, cooptando sus alas más moderadas para transformarlas en parte de las fuerzas de seguridad de un futuro estado. Sin embargo la tregua se rompió y la situación volvió a una escalada de violencia que llevó a Abu Mazen a presentar su renuncia.
La “hoja de ruta” fue el segundo intento imperialista de “solucionar” el conflicto árabe israelí para poner fin a la lucha de liberación nacional palestina. El proceso de Oslo que antecedió a este plan, se basaba en la fórmula “paz por tierra”, es decir que a cambio de que el pueblo palestino aceptara la existencia del estado de Israel y renunciara a la lucha contra sus opresores, el estado sionista haría concesiones territoriales retirándose gradualmente de los territorios ocupados. El fracaso del proceso de Oslo llevó al estallido de la segunda intifada. A diferencia del proceso de Oslo las masas palestinas no tienen ilusiones en la “hoja de ruta” un plan incluso más proisraelí que el proceso de Oslo. La situación en Irak y la creciente inestabilidad en el conjunto de Medio Oriente hacen muy difícil que Estados Unidos e Israel puedan imponer sus condiciones de “pax colonial” sin que medie un salto en la represión contra el pueblo palestino y una posible escalada militar sionista incluso contra las organizaciones ligadas a la resistencia palestina, como el Hezbollah libanés.


Las perspectivas del Medio Oriente



Desde los atentados del 11 de septiembre, el mundo árabe y musulmán está en el centro de la política exterior norteamericana y de sus planes de “cambio de régimen”. En sólo un año y medio fue escenario de dos guerras imperialistas, primero en Afganistán y luego en Irak. La derrota de Irak y el rápido colapso del régimen husseinista fue un golpe de proporciones al conjunto de las masas árabes. En su experiencia histórica, la humillación de la derrota nacional iraquí es comparable con la derrota en la guerra de los seis días de 1967 que el nacionalismo árabe sufrió a manos del estado de Israel. Junto con el sufrimiento del pueblo palestino oprimido brutalmente por el estado sionista, la ocupación de Irak es un elemento más que alimenta su odio al dominio imperialista y a sus gobiernos.
Sin embargo, el hecho de que Estados Unidos no haya logrado consolidar aún su triunfo militar en Irak abre un abanico de posibles desarrollos en Medio Oriente, una región estratégica para el dominio imperialista que está atravesada por profundas tensiones y contradicciones.
La comparación con la guerra de Vietnam ya es un lugar común para alertar de la dimensión de los problemas que puede enfrentar el gobierno de Bush para concluir su empresa imperialista. Algunos elementos parecen dar base a esta analogía, como el masivo movimiento internacional contra la guerra, cuyo epicentro estuvo en los países centrales, la emergencia de la resistencia en Irak contra la ocupación, la baja moral de las tropas norteamericanas y la disminución del apoyo de la población a medida que aumenta lentamente el número de soldados caídos. Como durante la guerra de Vietnam, las incertidumbres de la posguerra están influyendo la política interna de Estados Unidos y Gran Bretaña. El gobierno de Blair está pasando por la peor crisis desde que asumió en 1997, salpicado por el escándalo del suicidio del científico David Kelly que había denunciado que el gobierno laborista había falseado informes de inteligencia para participar en la guerra. Aunque en menor escala, el gobierno de Bush está atravesado negativamente por la situación iraquí. El gran engaño de las armas de destrucción masiva, que según Paul Wolfowitz era sólo un “argumento burocrático” para lograr la unidad de la administración contra Irak, y las crecientes bajas de soldados estadounidenses, en el marco de una situación económica crítica, pueden poner en riesgo la campaña de George Bush por su reelección.
Pero a pesar de estos elementos de crisis que dan base a la analogía histórica, la situación no es la de Vietnam o la de Argelia. La ocupación lleva sólo algunos meses y, aunque está atravesando por un momento de incertidumbre sobre qué rumbo seguir, Estados Unidos no está en una posición de no poder encontrar una salida que le deje como única opción una retirada humillante como fue luego de diez años de guerra en Vietnam. La resistencia iraquí a la ocupación es todavía incipiente y el imperialismo norteamericano no está enfrentando un movimiento de liberación nacional de masas. No obstante, la hipótesis de una confluencia en el futuro entre las movilizaciones chiítas del sur y las guerrillas que actúan sobre todo el llamado “triángulo sunita” en el centro del país, un escenario que algunos imaginan como la combinación de una resistencia armada con una “intifada” civil, hace más urgente para los estrategas imperialistas aplastar a las guerrillas. Si el ejército norteamericano no logra derrotar esta resistencia, o en el camino de hacerlo toma represalias violentas contra el conjunto de la población, aumentando el número de víctimas iraquíes, no se puede descartar la perspectiva de que la resistencia se generalice en un verdadero movimiento de liberación nacional que tenga repercusiones en otros países importantes de la región.
La otra perspectiva probable es el desarrollo de una guerra civil entre las fracciones iraquíes, que recuerda a la invasión del Líbano en 1982.
A lo largo del siglo XX el Medio Oriente fue escenario de ocupaciones coloniales, de disputas entre potencias, de guerras y también de resistencias. Las relaciones sociales y los profundos conflictos democrático estructurales surgidos de la génesis de opresión, han sido motor histórico de lucha de la clase obrera y las masas populares. La revuelta contra el dominio colonial británico en Irak en 1920, la huelga general y la insurrección palestina contra la colonización sionista entre 1936 y 1939, el derrocamiento de las monarquías títere en Egipto e Irak en la década de 1950, el movimiento de liberación nacional argelino que expulsó al ejército colonial francés en 1962, la revolución iraní de 1979 y las dos últimas intifadas palestinas, son sólo algunos ejemplos de la larga tradición de lucha en la región. Las burguesías árabes y musulmanas que mayoritariamente dirigieron esos procesos, han sido incapaces de resolver ninguno de los problemas estructurales de las masas. Como planteaba Trotsky, la burguesía “nacional” de países atrasados y semicoloniales “desde su nacimiento surge con apoyo foráneo como clase ajena u hostil al pueblo. Cada etapa de su desarrollo la liga más estrechamente al capital foráneo del cual es, en esencia, agente (...) tolera todo tipo de degradación nacional mientras pueda mantener su existencia privilegiada”31. El fracaso histórico del nacionalismo burgués árabe dio lugar al auge del islamismo político32, que ha tomado un discurso antinorteamericano. Sin embargo su estrategia reaccionaria de establecer un estado confesional es igualmente enemiga de que la clase obrera a la cabeza de las masas oprimidas de la región enfrente al imperialismo y sus gobiernos locales sirvientes con una política independiente.
Estados Unidos todavía cuenta con la ventaja de que la llamada “calle árabe” no entró en escena. Hasta el momento, el profundo sentimiento antimperialista no se tradujo en acciones de masas independientes para detener la guerra primero y luego para expulsar a las tropas de la coalición, y encuentra una expresión política en organizaciones islámicas y en el resurgir del terrorismo como emergente elemental del odio ante la humillación y el sometimiento.
Los revolucionarios apostamos a que la dinámica de la situación y las lecciones de experiencias pasadas, den lugar en el próximo período al surgimiento de un movimiento de masas independiente, capaz de aprovechar las contradicciones que están emergiendo, para abrir el camino a la verdadera liberación del Medio Oriente, que ponga fin a la explotación y al saqueo de las elites locales y sus aliados imperialistas.



1 Los ideólogos agrupados alrededor del Project for a New American Century, conocidos como los “neo-cons” preveían una guerra contra Irak mucho antes de los atentados del 11 de septiembre, alegando la poca confianza que despertaban los aliados de Washington en el Medio Oriente y el Golfo. El prestigioso periodista del diario Washington Post, Bob Woodward, en su reciente libro Bush en guerra, documenta convincentemente que antes de los atentados “el Pentágono llevaba varios meses elaborando una propuesta alternativa de acción militar en Irak”, entre los autores estaba Paul Wolfowitz, que sostenía esta posición incluso muchos años antes de septiembre de 2001.
2 En una entrevista publicada en la revista Time en 1998, el ex presidente George Bush padre decía con respecto a la decisión de no derrocar a Hussein luego de la derrota de 1991, “nos hubiéramos visto obligados a ocupar Bagdad y, en efecto, gobernar Irak. La coalición hubiera colapsado inmediatamente, los árabes hubieran desertado enojados y los otros aliados también se habrían retirado. Bajo esas circunstancias, además, habíamos estado buscando concientemente establecer un patrón para manejar las agresiones en el mundo de la post guerra fría. Avanzar y ocupar Irak, excediendo así unilateralmente el mandato de la ONU, hubiera destruido el precedente del tipo de respuesta internacional ante una agresión que esperábamos establecer. Si hubiéramos seguido el camino de la invasión, Estados Unidos todavía sería una potencia ocupante en una tierra terriblemente hostil. Este hubiera sido un resultado terriblemente diferente y probablemente estéril.” “Why We Didn’t Remove Saddam”, entrevista con George Bush (Sr.); Time, edición del 2 de marzo de 1998.
3 Irak and conflict termination. The road to guerrilla war?, CSIS, 28 de julio de 2003.
4 The Fifty First State?, The Atlantic Monthly, noviembre de 2002.
5 Trascripción del Departamento de Defensa del informe del General John Abizaid del 16 de julio de 2003, disponible en www.defenselink.mil.
6 Ver por ejemplo el artículo aparecido en el diario liberal libanés The Daily Star, “Insurgency is no monolith”, 30 de julio de 2003.
7 Refiriéndose a la primacía de las guerras aéreas basadas en la enorme superioridad tecnológica de Estados Unidos, como forma de conseguir victorias militares rápidas y a bajo costo en vidas humanas propias, un veterano de la guerra de Corea plantea que “Se puede sobrevolar un territorio para siempre, se puede bombardearlo, atomizarlo, pulverizarlo y hacer desaparecer de él toda forma de vida. Pero si uno desea defenderlo, protegerlo y conservarlo para la civilización, debe hacerlo en el terreno, de la misma forma que lo hicieron las legiones romanas, mandando a sus jóvenes a hundirse en el barro”. Citado en The Washington Monthly, Faux Pax Americana, junio de 2003.
8 Intra-Shi’ite rift, Stratfor, 24 de julio de 2003. La historia de estas organizaciones, sus relaciones con el régimen iraní y el imperialismo son complejas. Dawa es la organización más antigua, fundada en 1958 por Baqir al-Sadr con el apoyo del gran ayatollah Muhsin al-Hakim, padre de Baqir al Hakim quien hizo su regreso triunfal a Irak en abril luego de la caída de Hussein. En su historia sufrió la creciente represión del régimen secular baathista, hasta que luego de la revolución iraní Baqir al-Sadr fue puesto bajo arresto y más tarde ejecutado. Su hijo huyó a Irán y estuvo en el exilio hasta la caída del régimen de Hussein, donde fundó el Consejo Supremo de la Revolución Islámica, y una milicia entrenada por la Guardia Islámica iraní que se calcula actualmente cuenta con 10.000 hombres armados. Aunque el CSRI surgió de Dawa no lo reemplazó, se mantuvo más cercano a Khomeini y a la estrategia del establecimiento de un estado teocrático. Esto no impidió que el CSRI en el exilio en Londres formara parte del Congreso Nacional Iraquí, el paraguas político que reunía a las fuerzas opositoras a Hussein organizadas y financiadas por el imperialismo para que eventualmente se hicieran cargo de un gobierno post Saddam. Además de los partidos confesionales hay amplios sectores seculares como por ejemplo el partido del proimperialista Chalabi o el Partido Comunista que influencia mayoritariamente a sectores chiítas. Para un estudio detallado de los movimientos políticos chiítas en Irak ver por ejemplo Competing to Lead Iraq’s Shi‘a, The Estimate, mayo de 2003.
9 “No to America, no to Saddam, Iraq’s Sadrist opposition”, The Economist, 24 de julio de 2003.
10 Ver por ejemplo el artículo “The Shiites and the Future of Iraq”, Foreign Affairs, julio-agosto de 2003.
11 “Us Counterinsurgency in Irak”, Stratfor, 7 de julio de 2003.
12 “Us needs a colonial office”, Weekly Standard, 7 de julio de 2003.
13 En un artículo aparecido en The Washington Monthly, titulado “Body Count”, el autor plantea que esto se repite con respecto a los arrestos indiscriminados que se vienen realizando desde los atentados, sobre todo entre estudiantes árabes y musulmanes y concluye que “La manera en que John Ashcorft ha inflado las estadísticas de terrorismo socavan la propia guerra contra el terrorismo”.
14 Robert D. Kaplan, “A post-Saddam scenario”, The Atlantic Monthly, noviembre de 2002.
15 “End the US occupation”, The Nation, 17 de julio de 2003.
16 Idem.
17 Washington Post, 22-6-03.
18 “National change must come from within”, The Christian Science Monitor, 22 de junio de 2003.
19 “Iraq: U.S. Seeks Compromise With Iran?”, Stratfor, 29 de julio de 2003.
20 Ídem.
21 El gobierno norteamericano intentó alentar e influir las movilizaciones democráticas de junio, apostando al desarrollo de una “revolución de terciopelo” en Irán, que le facilite la tarea de terminar con el régimen teocrático hostil. Para los neoconservadores como Ledeen esta política puede tener éxito porque suponen que los iraníes quieren una “libertad al estilo norteamericano” y presentaron ante el Congreso el proyecto para legalizar la ayuda financiera a grupos opositores en el exilio, entre ellos el hijo del sha Reza Pahlevi.
22 “Suadi Arabia, radical Islam or reform?”, Le Monde Diplomatique – edición en inglés, junio de 2003.
23 “Does Saudi Arabia still matters?”, Foreign Affairs, nov-dec 2002.
24 “Enemies from within: Iran and Saudi Arabia Asia”, Times, 22 de julio de 2003.
25 “Saudi dragged to frontline of US led war against terrorism”, Albawaba, 15 de mayo de 2003.
26 La monarquía saudita había recibido a los Hermanos Musulmanes exiliados de Egipto durante el gobierno de Nasser, los que desde su exilio extendieron su influencia a otros países árabes. En 1962 se creó en La Meca la Liga Islámica Mundial, financiada por la monarquía saudita, que constituyó la primera organización para la difusión sistemática del wahabismo al conjunto del mundo islámico y expresamente contrarrestar la influencia del secularismo de Egipto bajo el gobierno de Nasser.
27 Ídem 25.
28 Los grupos opositores son ilegales. La principal organización política chiíta la Organización de la Revolución Islámica en la Península Arábiga, está organizada principalmente en el exilio. También existió marginalmente el Partido Arabe de Acción Socialista y otras organizaciones como el Partido de Dios.
29 Edward Said, “Arqueology of the roadmap”, Al Ahram, 12-18 de junio de 2003.
30 Uri Avnery, “To Aqaba and Back”, PalestineChronicle.com, 13-6-03.
31 León Trotsky, “La Revolución china”, en La teoría de la revolución permanente, CEIP, Buenos Aires, 2000.
32 El fenómeno conocido como “Islam político” es relativamente reciente. Si bien la mayoría de sus expresiones pueden rastrearse en las organizaciones surgidas durante la ocupación colonial, como los Hermanos Musulmanes, fundada en Egipto en 1928, la explosión de este Islam militante se remite a las últimas dos décadas del siglo pasado, tomando como punto de referencia la revolución iraní de 1979 y el nuevo impulso que le dio Arabia Saudita a la difusión del islamismo wahabita.
El fracaso del “panarabismo” dio auge al “panislamismo” que tenía una presencia activa en la mayoría de los países de la región. Estas corrientes reaccionarias proponían la vuelta a las viejas tradiciones islámicas y propiciaban la fundación de estados basados en el Corán como constitución. Al igual que el nacionalismo burgués, el islamismo repudia y combate a las ideologías como el marxismo que sacan a luz la división en clases de la sociedad y se basa en la ilusión de la unidad de la “comunidad de los creyentes”. Mientras que el chiísmo radical surgido de la revolución iraní atraía la simpatía de la juventud plebeya y marginada que intentaba convertir al islamismo en un movimiento antiimperialista, la monarquía saudita propiciaba la difusión en los países musulmanes de una variante islámica conservadora financiando la construcción de mezquitas y madrasas (escuelas religiosas para la educación de niños de sectores populares). Esto no impedía que la monarquía siga siendo el principal aliado norteamericano. En la década de 1980, este “petro-islam” que tenía como donantes también a las ricas monarquías del Golfo, transformó a la “jihad afgana” en la causa militante islámica. Políticamente era la antítesis del proceso revolucionario en Irán que tenía en su raíz la lucha contra Estados Unidos. Los “jihaidistas” afganos tenían como causa la lucha contra la Unión Soviética, para liberar a Afganistán de los “infieles” e “impíos”. Estados Unidos apoyaba y también financiaba a los militantes de la “jihad” a los que llamaba los “combatientes de la libertad”, aprovechando el profundo anticomunismo y el carácter reaccionario de este movimiento, que después de una década de combates obligó a retirarse al Ejército Rojo, lo que aceleró la caída de la propia Unión Soviética. Pero la jihad afgana desarrollaba su propia dinámica en los campos de entrenamiento de Pakistán y Afganistán que atraían combatientes de todo el mundo islámico. Osama bin Laden se transformó en el principal organizador de los campos afganos y de la base de datos que había creado con los combatientes que habían pasado por los campos, surgió posteriormente Al Qaeda.
A diferencia de grupos como Al Qaeda, el GIA argelino o el talibán, las organizaciones islámicas palestinas – el Movimiento de Resistencia Islámico (Hamas) y Jihad Islámica- son parte de movimientos más amplios de liberación nacional, de donde surge su legitimidad incluso de sus acciones militares como forma de enfrentar al estado de Israel, un estado terrorista y colonialista muy superior desde el punto de vista militar. Para un estudio profundo del islam político ver por ejemplo: Gilles Kepel, La Yihad. Expansión y declive del islamismo, Península, 2001; Tariq Ali, The clash of fundamentalis. Crusades, Jihads and Modernity, Verso, Londres 2002.



     
 

 

   
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