Sunnitas y Chiítas

Algunos elementos históricos para comprender la situación en Irak

 

Autor: Claudia Cinatti

Fecha: 15/4/2004

Fuente: LVO 137


La rebelión iraquí contra la ocupación norteamericana, que ha pegado un salto en las últimas semanas, está mostrando síntomas de lo que podría transformarse en una verdadera pesadilla para Washington: la posible confluencia entre la resistencia armada que se viene desarrollando en lo que se conoce como el “triángulo sunnita” en el centro del país y el levantamiento de un sector radicalizado de la comunidad chiíta para enfrentar a las tropas imperialistas, hecho que no ocurría desde la rebelión anticolonial de 1920 contra Gran Bretaña.


El origen de la division entre sunnitas y chiitas

El chiísmo surgió tempranamente en la historia del Islam, producto de la disputa sobre la sucesión del califato a la muerte del profeta Mahoma en el año 632. Lo que estaba en juego era en qué clan recaería la dirección del cada vez más poderoso imperio islámico que ya dominaba la llamada “medialuna fértil” y que luego se extendería al norte de Africa y la península ibérica. Para los sunnitas el sucesor debía surgir de la comunidad de los creyentes, a diferencia de los chiítas que pretendían seguir la línea de sucesión en la familia del Profeta. Contra la opinión de Alí, yerno de Mahoma, el califato recayó en el clan Umaya que representaba a la aristocracia tribal de la Meca. Luego de tolerar por algunos años esta situación, Alí y sus seguidores se rebelaron y asesinaron al tercer califa en el año 656 lo que dio lugar a la primera guerra civil islámica. Traicionado por sus propios partidarios, Alí fue asesinado en el año 660. Veinte años más tarde, su hijo Husein, también fue derrotado y muerto en la batalla de Karbala. Esto llevó a la división definitiva del Islam entre sunnitas y chiítas. El chiísmo, que significa literalmente el “partido de Alí”, estableció sus propias dinastías en lo que actualmente es Irán. Aunque son una minoría de entre el 15 y el 20% en todo el mundo islámico, los chiítas son mayoría en Irak, componen alrededor del 60% de la población árabe del país, mientras que los sunnitas son alrededor del 30% repartidos por igual entre árabes y kurdos. En Irak están los lugares santos de los chiítas como las ciudades de Najaf donde está la tumba de Alí y Karbala donde está la tumba de Husein.

Chiitas y sunnitas en Irak

La división entre sunnitas y chiítas está en el corazón de la constitución del moderno estado iraquí en 1921, con la unificación de las tres provincias otomanas ocupadas por Gran Bretaña –Basora, Mosul y Bagdad- tras el desmembramiento del imperio otomano luego de su derrota en la I Guerra Mundial. En 1920 el imperio británico enfrentó un levantamiento anticolonial que empezó en las zonas del sur incitado por clérigos chiítas pero al que después se sumaron sectores sunnitas, planteando un serio desafío al dominio británico. Esta rebelión anticolonial fue derrotada luego de cinco meses de sangrientos combates. Para “estabilizar” la situación Gran Bretaña puso al frente del naciente estado de Irak a la monarquía títere del rey Faisal apoyándose en los ex oficiales del ejército otomano, árabes sunnitas en su gran mayoría, marginando a los chiítas a quienes veían potencialmente peligrosos. En 1958 un golpe nacionalista puso fin a la monarquía y consolidó el régimen del partido Baath, que estableció un estado laico, en el que los sunnitas mantuvieron el control del estado y por esta vía consolidaron los privilegios económicos de sus élites políticas, profundizando las divisiones sociales entre sunnitas y chiítas.

Después de la revolución iraní en 1979, Saddam Hussein, que había llegado al poder en 1968, temía que la mayoría chiíta de Irak siguiera el ejemplo y buscara establecer un estado teocrático. A pesar de que durante la guerra Irak-Irán en la década de los ’80 (en la que Saddam recibió el apoyo estadounidense y de otras potencias “occidentales”) gran parte de la base del ejército iraquí estaba compuesta por chiítas que combatieron contra la república islámica, Hussein nunca perdió su temor que se transformaran en “quinta columna” iraní en el curso de la guerra.

En 1991, con la derrota del ejército baathista en la primer guerra del Golfo, los chiítas protagonizaron un levantamiento en el sur del país, creyendo contar con el apoyo norteamericano. Sin embargo, Estados Unidos optó por mantener a Hussein en el poder y este levantamiento fue brutalmente aplastado por la Guardia Republicana.

Esto llevó a una represión cada vez más brutal y al asesinato por parte del régimen de Hussein de importantes figuras del clero chiíta, entre ellos al prestigioso ayatollah Mohamed al-Sadr, padre del líder religioso Muqtada al-Sadr quien hoy encabeza la rebelión contra las tropas norteamericanas.

Con la caída de Hussein los clérigos chiítas vieron la oportunidad de negociar su ubicación en un futuro gobierno iraquí, tolerando mayormente la ocupación norteamericana. Como explicamos en la nota de páginas centrales, Muqtada al-Sadr dirige un ala radicalizada de los chiítas iraquíes. A diferencia de los clérigos moderados, como el ayatollah Alí Sistani, Muqtada al-Sadr se opuso desde el comienzo a la ocupación imperialista y se negó a integrar el Consejo de Gobierno Iraquí, a quien con razón denunció como títeres de las fuerzas de ocupación. A pesar de no gozar de una gran autoridad religiosa, su legitimidad surge de la herencia de su padre y de su prédica nacionalista que llama al conjunto de los iraquíes a expulsar a las tropas imperialistas y a establecer un estado teocrático. Aunque dirige una fracción minoritaria, ha representado un problema para la salida de postguerra de Estados Unidos, basada en la negociación con los líderes chiítas moderados para el establecimiento de un gobierno iraquí a partir del 30 de junio de este año.

Inicialmente la base social de Muqtada al-Sadr estaba mayormente entre los chiítas empobrecidos de los suburbios de Bagdad y Najaf, pero su influencia se ha extendido luego de comenzada la rebelión contra las tropas de la coalición. La creciente solidaridad entre su movimiento y las guerrillas sunnitas en el marco del descontento generalizado de la población son los elementos que indican que Estados Unidos no está enfrentando a “grupos terroristas” sino a las primeras expresiones de una guerra de liberación nacional.


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Antiimperialismo e Islam político

La rebelión que lidera el clérigo Muqtada al-Sadr contra Estados Unidos o el apoyo popular del que goza Hamas entre los palestinos en su lucha contra la opresión del estado de Israel, muestra una vez más que el llamado “Islam político” se ha transformado en una vía de canalización del profundo antinorteamericanismo de las masas árabes y musulmanas, tras una estrategia reaccionaria de establecer estados teocráticos, basados en el Corán como constitución.
La explosión de este Islam militante se remite a las últimas dos décadas del siglo pasado, tomando como punto de referencia la revolución iraní de 1979 y tiene en su raíz el fracaso del nacionalismo burgués árabe y la sumisión de las élites gobernantes al imperialismo.
El islamismo repudia y combate a las ideologías como el marxismo que sacan a luz la división en clases de la sociedad y la necesidad de la unidad de la clase obrera para derrotar a sus explotadores locales y sus aliados imperialistas. Tras la ilusión de la unidad de la “comunidad de los creyentes”, el islamismo garantiza el dominio de las burguesías de la región, aunque tenga una prédica radical e incluso “antiimperialista”. Esto mostró con creces la tragedia de la revolución iraní, en la que el movimiento obrero concentrado en las refinerías petroleras había jugado un rol central en la caída del sha Reza Pahlevi, pero la dirección del proceso recayó en el ayatollah Khomeini que terminó instalando una teocracia profundamente reaccionaria, reprimiendo brutalmente a la izquierda, y por esa vía garantizando el dominio de la burguesía local.
En el otro extremo, la monarquía de Arabia Saudita también hace un uso político del Islam lo que no le impidió ser el principal aliado de Estados Unidos en la región. En la década de 1980 financió a la llamada “jihad afgana”, como forma de contrarrestar el impacto radical de la revolución iraní. Los “jihaidistas” afganos tenían como causa la lucha contra la Unión Soviética, para liberar a Afganistán de los “infieles” e “impíos” y estaban dirigidos por Osama bin Laden, representante de una poderosa fracción de la burguesía saudita. Estados Unidos también apoyaba y financiaba a los militantes de la “jihad” a los que llamaba los “combatientes de la libertad”, aprovechando el profundo anticomunismo y el carácter reaccionario de este movimiento. De este movimiento surgieron los talibán y la red Al Qaeda, que de aliado se transformó en el enemigo número uno de Estados Unidos y “Occidente”.
Los sucesivos intentos por terminar con la opresión imperialista en Medio Oriente y el mundo árabe, siempre chocaron -y chocan- con los límites impuestos por las direcciones nacionalistas y/o religiosas. La tarea de terminar con el atraso y la miseria legada por la herencia colonialista, tiene que ser encarada por las masas árabes de manera independiente de las archirreaccionarias burguesías regionales, lo cual sólo se puede lograr bajo la dirección de la clase obrera. El proletariado internacional tiene que tomar este combate en sus propias manos, como parte de la lucha contra la barbarie capitalista. Nuevamente cobra valor la consigna que lanzara la Internacional Comunista de Lenin y Trotsky: Proletarios y pueblos oprimidos del mundo ¡Uníos!.


     
 

 

   
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