Izquierda Marxista

El dominio público contra la privatización del mundo

 

Autor: Daniel Bensaïd

Fecha: 16/11/2003

Fuente: Viento Sur


La propiedad privada de los medios de producción y de cambio es, desde la Revolución Francesa, la piedra de toque de la cuestión social y de la cuestión democrática. Para los juristas y los filósofos liberales clásicos, de Grotius a Locke, el derecho de propiedad se justifica por una toma de posesión o por la huella legítima que deja el trabajo de transformación de un objeto. ¿Cuándo, pregunta Locke en el Tratado del gobierno civil, las cosas que come el hombre comienzan a “pertenecerle propiamente”? Respuesta: “Su trabajo distingue y separa esos frutos de los otros bienes que son comunes” en la medida que “añade a ellos algo más que la naturaleza”. El trabajo “que es mío, al poner esas cosas fuera del estado común en que estaban, las ha fijado y me las ha apropiado”. Este derecho de propiedad permanece, sin embargo, limitado por el derecho a la existencia, heredero de ciertas tradiciones religiosas.
Este conflicto entre el derecho a la existencia y la institución social de la propiedad encuentra una solución en Hegel con la primacía concedida al “derecho de penuria”: “El uso de los elementos de la naturaleza no es susceptible, según su esencia, de ser particularizado bajo forma de propiedad privada” (Principios de la filosofía del derecho, &46), pues “las reglas que conciernen a la propiedad privada pueden y deben ser subordinadas a esferas más elevadas del derecho”, &52). Así, la naturaleza del Estado no consiste en las relaciones de contrato que transferirían “los caracteres de la propiedad privada a una esfera más elevada de la naturaleza”. Dicho de otra forma, “el Estado no es un contrato”, ni siquiera una generalización del contrato (&100). Así pues, el interés general y el derecho de penuria pueden oponerse al derecho de propiedad. Hay “en el peligro supremo y en el conflicto con la propiedad jurídica de otro un derecho de penuria que hacer valer”, pues “la penuria revela la finitud y como consecuencia la contingencia del derecho tanto como del bienestar” (&127). Hoy aún, los jueces pueden invocar en Francia un “estado de necesidad “inspirado en este “derecho de miseria”, para liberar a madres de familia en estado de necesidad, “culpables de robos en escaparates en período de fiestas para dar de comer a sus hijos o para regalarles juguetes”. Se entrevé el alcance subversivo de este “estado de necesidad” extendido a las cuestiones de la vivienda o a cualquier otra materia de urgencia social.

Una cuestión fundadora de los movimientos socialistas
Toda la tradición surgida de la Revolución Francesa da fe de esta contradicción no resuelta. En el ilustre artículo 17 de la Declaración de 1789, el derecho de propiedad, proclamado inviolable y sagrado, sigue sometido a una cláusula de excepción “cuando la necesidad pública, legalmente constatada, lo exige evidentemente, y bajo condición de una justa y previa indemnización”. Igualmente, los artículos 544 y 545 del Código civil definen la propiedad como el derecho “a gozar y disponer de las cosas de la forma más absoluta”, de forma que “nadie pueda ser obligado a ceder su propiedad, si no es por causa de utilidad pública”. La cuestión es pues saber a qué condición una urgencia social puede ser reconocida de utilidad pública.
Radicalizando esta herencia, el movimiento socialista se formó en torno a una crítica del derecho de propiedad, desde los Niveladores ingleses a los Iguales de Babeuf, de Blanqui a Jaurés, pasando por Proudhon y Marx. Mientras la denuncia proudhoniana de la propiedad como un robo guarda fuertes acentos morales, la cuestión toma, en el Manifiesto Comunista, un lugar estratégico central: “Los comunistas pueden resumir su teoría en esta única formula: supresión de la propiedad privada”; en todos los movimientos, “plantean la cuestión de la propiedad, al grado de evolución que haya podido llegar, como la cuestión fundamental”. Los puntos programáticos planteados en el Manifiesto ilustran esta recomendación: expropiación de la gran propiedad terrateniente; instauración de una fiscalidad fuertemente progresiva; supresión de la herencia de los medios de producción y de cambio; confiscación de los bienes de los emigrados rebeldes; nacionalización de los medios de transporte y creación de manufacturas nacionales; creación de un sistema de educación pública gratuito para todos; centralización del crédito mediante una banca pública única.
Este método constituye la prolongación lógica de la critica efectuada por el joven Marx cuando opone, en sus artículos de juventud para la Gaceta Renana sobre los robos de madera, “el derecho consuetudinario de los pobres” al poder abusivo de los propietarios. Igual que la “economía social” o “la economía moral” de las investigaciones del historiador E. P. Thompson sobre el origen de los movimientos populares 1/, estos “derechos consuetudinarios de la pobreza” prefiguran para Marx derechos futuros de una humanidad emancipada: “Un cierto tipo de propiedad tenía un carácter indeciso, no pudiendo ser determinada ni como propiedad privada, ni verdaderamente como propiedad común (...). Así sobrevivió, en las costumbres de la clase pobre, un sentido instintivo de la justicia; su raíz es positiva y legítima, y la forma del derecho consuetudinario es aquí tanto más natural cuanto que la existencia misma de la clase pobre ha sido hasta hoy, una simple costumbre de la sociedad civil, costumbre que no ha encontrado aún su lugar apropiado en la organización consciente de la sociedad” /2.
Esta crítica de la propiedad privada, inseparable de la lucha contra la lógica despótica del capital, fue común a las diferentes corrientes del movimiento socialista original, tanto a las libertarias como a las comunistas. Todos reconocían que “la propiedad es el poder”. La cuestión parece al contrario ser hoy tabú, tanto en las filas de la socialdemocracia pasada a un liberalismo tibio como para los dirigentes post-estalinistas traumatizados por el fracaso de la economía gestionada burocráticamente. Cuando un editorialista de Le Monde titula “Quien posee, dirige” /3, no hay que ver una crítica del poder propietario, sino ¡un llamamiento al reforzamiento de la propiedad de la que depende la potencia del poder! Este editorialista se muestra más lúcido –o más franco– que Laurent Fabius cuando remite el problema a la prehistoria del movimiento obrero: “Ahora este problema, a pesar de su papel central en la práctica y la reflexión de la izquierda en el siglo XX, está detrás de nosotros, incluso si, como a veces la luz de las estrellas, se continúa discutiendo sobre ella después de haber desaparecido hace tiempo” /4. No hay que extrañarse si el mismo Fabius expresaba, ya en 1988, una confusión profunda de identidad: “Si bien es claramente democrático, ¿en qué es socialista nuestro proyecto? Para decirlo de forma provocadora, ¿qué queda de la inspiración anticapitalista del socialismo de los orígenes y de nuestro propio programa de 1972?”.

“¡Quien posee, dirige!”
Para el dirigente de los Chicago boys y Premio Nobel de Economía, Milton Friedman, la cuestión de la propiedad es sin embargo menos anodina que para Laurent Fabius: “La cuestión crucial no es saber si se hará intervenir al mercado o no. Todas las sociedades se sirven del mercado. La distinción crucial es la de la propiedad” /5. Lo que quiere decir entre otras cosas que la conciencia de clase está más viva entre la derecha que entre la izquierda renegada.
Contrariamente a la ilusión según la cual el accionariado asalariado significaría una socialización pacífica de la propiedad, su control real no ha estado nunca tan concentrado. Según los datos de la CNUCED, el centenar de empresas gigantes que “configuran el mundo”, empleaban seis millones de asalariados en 2000; con 60.000 sociedades y 500.000 filiales, controlaban la cuarta parte de la producción mundial. En Francia, desde el comienzo de los años 80, las rentas de la propiedad han progresado fuertemente en detrimento de las rentas del trabajo.
La capitalización bursátil se ha disparado. El 2% de los grandes grupos franceses emplean un asalariado de cada dos y poseen el 87% de los capitales propios. Los 84 grupos con más de 10.000 personas asalariadas controlan la cuarta parte de la mano de obra, la mitad de los capitales fijos y la mitad de las ganancias brutas de explotación. Más que nunca, ”¡quien posee, dirige!”.
Vivimos en el momento de la mercantilización y la privatización generalizada del mundo. Una no va sin la otra. No se trata solo de la privatización de las industrias y de los servicios, sino también de lo vivo, del saber, del agua, del aire, del espacio, del derecho, de la información, de las solidaridades. Esta contrarreforma liberal planetaria alimenta una cuádruple crisis: social, ecológica, democrática, ética.
Social: la competencia de todos contra todos destruye las relaciones de sociabilidad y de civilidad. Ecológica: los designios a corto plazo del todopoderoso mercado minan a largo plazo las condiciones de reproducción de la especie. Democrática: la privatización de los poderes reduce el espacio público y vacía el debate político y sus competencias. Ética: las bodas bárbaras de las biotecnologías y del mercado siembran la duda sobre el tipo de humanidad que podemos llegar a ser.
La cuestión de la propiedad no se reduce en efecto a una forma jurídica o a una técnica de gestión económica. Solidaria de la lógica mercantil y de la acumulación del capital, determina la separación de los trabajadores respecto a los medios de producción, el fetichismo de la mercancía y la reificación de las relaciones sociales que resultan de ello. Cuando los manifestantes de Seattle, Porto Alegre, Génova o Barcelona, gritan que el mundo no es una mercancía y que no está en venta, van al corazón del mal que mina la civilización: si el mundo no es una mercancía, si todo no se puede comprar y vender, ¿qué lógica debe pues triunfar sobre la, implacable, de la carrera por los beneficios, del interés privado y el cálculo egoísta? /6.
Esta cuestión se hace explosiva, a medida que la relación de propiedad sobre la que se basa la ley del valor entra en contradicción cada vez más aguda con la socialización creciente del trabajo y con una incorporación creciente del trabajo intelectual acumulado al trabajo social. Como Marx había previsto en sus Manuscritos de 1857-58, “el robo del tiempo de trabajo de otro sobre el que reposa la riqueza actual” aparece así como ‘una base miserable’, pues “en cuanto el trabajo deja de ser la gran fuente de la riqueza bajo su forma inmediata, el tiempo de trabajo deja necesariamente de ser su medida y, como consecuencia, el valor de cambio deja de ser la medida del valor de uso” /7. La exacerbación de esta contradicción constitutiva del proceso de acumulación capitalista está en la raíz del desorden del mundo, de su creciente irracionalidad, de los angustiosos desastres sociales y ecológicos. Es este desbarajuste del mundo el que ilustran las apasionadas controversias sobre el patrimonio común de la humanidad, sobre las patentes de lo vivo, o sobre la propiedad intelectual.

Los nuevos cercamientos
El debate sobre este último punto es particularmente revelador de la contradicción entre la socialización del trabajo intelectual y la apropiación privada de sus productos, difíciles de cuantificar. ¿Cómo apropiarse de forma privatizada un flujo de ideas o de informaciones? Si ese flujo puede ser objeto de un servicio, ¿puede ser cristalizado bajo la forma de propiedad exclusiva? James Boyle establece así un paralelo entre las “enclosures” (cercamientos) (las expropiaciones que acompañaron a la acumulación inicial del capital, evocadas por Marx en un magnífico capítulo de El Capital), y las nuevas enclosures de bienes intelectuales. La privatización de la tierra fue defendida en su tiempo en nombre del aumento de la productividad agraria que permitiría hacer retroceder penurias y hambres, aunque fuera al precio de una nueva miseria urbana.
Asistiríamos hoy a “una nueva oleada de enclosures” que sus partidarios justifican a su vez con la carrera por la innovación o, en el caso de los organismos genéticamente modificados, con las urgencias de la alimentación mundial.
Hay sin embargo, entre los dos movimientos, importantes diferencias: mientras el uso de la tierra es mutuamente exclusivo (lo que uno se apropia, no puede ser usado por otro), el de los conocimientos y de los saberes no tiene “rival”. El uso de una secuencia genética, de un programa informático, o de una imagen digitalizada es ilimitado: el bien no se agota en su uso. Es por lo que el coste de reproducción no ha dejado de bajar, desde el monje copista hasta el correo electrónico, pasando por la imprenta tradicional y la fotocopia. La justificación de la apropiación privada pone pues el acento en la estimulación de la investigación más que en el consumo privado del producto. El argumento es, sin embargo, discutible desde muchos puntos de vista. Recientes investigaciones del Inserm llegan a concluir que los resultados cerebrales no se ven mejorados por promesas de ganancias financieras: estas investigaciones “van en contra del sentido común según el cual la promesa de una recompensa financiera multiplicaría por diez el rendimiento intelectual; a igual dificultad, la motivación financiera no mejora los resultados intelectuales” /8. Es incluso probable que en lugar de estimular la innovación, la propiedad intelectual lleve a frenarla por los efectos de monopolio que genera.
Pues la apropiación privada pone en marcha un verdadero círculo vicioso de la apropiación 9/. Por otra parte, precisamente por esto la tradición liberal clásica se esforzó en fijar límites a la apropiación. En una célebre carta a Isaac Mac Pherson, el presidente Thomas Jefferson subrayaba ya que la idea puede propagarse como el fuego sin perder nada en densidad, igual que el aire que respiramos circula sin perder en calidad. Conclusión: “La invención no puede pues, por naturaleza, ser objeto de una apropiación”. Este principio no prohibe, sin embargo, garantizar las invenciones con un monopolio temporal del Estado cuando el bien común está en juego: “La sociedad puede atribuir un derecho exclusivo de explotación de las invenciones”. En esta perspectiva liberal tradicional, los derechos de propiedad son reconocidos, pero el monopolio representa el peligro principal, como muestra el discurso de Thomas Macaulay ante la Cámara en 1841. Esta desconfianza se inscribe en la tradición de las luchas contra los monopolios reales. Remite más a una crítica del abuso de apropiación privada de los bienes intelectuales que a una defensa positiva del dominio público o del bien común como tales. Se preocupa por el libre acceso a esos bienes más que de su apropiación social.
En esta perspectiva, la crítica del peligro de monopolio en materia de propiedad intelectual no resuelve por tanto la definición del dominio público. En 1966, una sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos prohibía así al Congreso autorizar las patentes que “retirarían el saber existente del dominio público o reducirían el libre acceso a materiales disponibles”. Esta sentencia concernería evidentemente a la introducción de derechos de propiedad sobre la compilación de datos implicada por la directiva europea sobre Data Base.
Pero ¿qué es en concreto un bien común? ¿Un recurso libre de acceso, como las calles, los parques, o las redes de comunicación? En términos jurídicos, la defensa de los programas informáticos libres por medio de una Licencia Pública General (GPL) se basa en un contrato que fija las condiciones de evolución de un producto, y no en un principio de dominio público. El copyleft [permiso de libre reproducción de un libro, canción, programa informático, etc... NdT] se opone así al derecho del copyright [derechos de reproducción reservados NdT]...¡en nombre del derecho de propiedad! El objeto de la GPL imaginada por Richard Stallman es en efecto “hacer el programa libre creando un fondo común al que cada cual pueda añadir, pero del que nadie pueda restar” /10.
Se afirma así una concepción del dominio público como “concepto negativo” trazando el límite de lo inapropiable más que definiendo positivamente derechos colectivos sobre un bien común. Tres planteamientos distintos toman forma entonces: el de una crítica liberal, antimonopolista, de la apropiación intelectual; el de una definición mínima de reglas jurídicas de acceso comunes; finalmente, el de una defensa de un dominio público libre de acceso. Esta controversia apenas esbozada anuncia quizá una mutación de las definiciones de la propiedad privada, del bien público, y de sus relaciones recíprocas.

Descubrimiento/invención
La cuestión se plantea igualmente bajo el ángulo de la remuneración del trabajo intelectual, de su naturaleza y de su forma: ¿salario, cobro por servicio hecho, derecho a una renta universal?. La cuestión no es nueva. Bajo el Frente Popular de 1936, el proyecto de Jean Zay sobre el derecho de autor significó un deslizamiento de la representación del “autor creador” al “trabajador intelectual”. Convertido en trabajador, el creador no es ya desde entonces propietario exclusivo de su obra. Resulta de ello un desplazamiento del derecho de propiedad (limitado en el tiempo) sobre el producto, a un derecho social a su acceso, así como una distinción esencial entre un derecho patrimonial y un derecho moral sobre la integridad y la presentación de la obra. Estas evoluciones tienden a poner al orden del día una superación de la división social del trabajo en vigor y un aumento de la socialización de la renta.
Los debates sobre las diferentes formas de patente, en particular la secuencia del genoma, plantean otro problema: el de la distinción entre descubrimiento e invención y de su interpretación jurídica. ¿Se puede poseer una idea cuando un programa informático no es en el fondo más que un elemento de la lógica aplicada, dicho de otra forma, trabajo intelectual muerto? Más generalmente, ¿se podría imaginar patentar las matemáticas para someterlas a un derecho de propiedad? Según Yann Moulier-Boutang, la socialización del trabajo intelectual llegaría a un estadio en que generaría un “proletariado cognitivo”, debido a un proceso de trabajo cada vez más colectivo. Esta socialización comienza a fin de cuentas con la práctica del lenguaje, que constituye indiscutiblemente un bien común de la humanidad. Hoy los costes de duplicación de la información caen y los bienes inmateriales escapan cada vez más al control de la propiedad en la medida en que no se agotan en su uso inmediato.
El derecho de propiedad intelectual tiende pues a atropellar al derecho liberal clásico y su legitimación de la propiedad por el trabajo. Resultado de ello son las confusas batallas jurídicas sobre la explotación del genoma, Napster, el principio del copyleft, o también el Digital Millenium Copyright Act de 1998, que da a los editores un poder legal absoluto sobre todo lo que un lector podría hacer de un libro electrónico. En estos casos, la patente es asimilable a un derecho de propiedad industrial: si la invención es definida como una solución técnica susceptible de aplicaciones industriales, no se puede patentar una idea, una teoría científica, o una fórmula matemática. Sin embargo, los Estados Unidos han introducido en 1988 la patente de un animal genéticamente modificado, una rata, tras haber patentado una ostra considerada como “un producto del ingenio humano”. Una directiva europea de 1998 prevé que “un elemento aislado de un cuerpo vivo o producido por un procedimiento técnico, incluida la secuencia parcial de un gen, puede constituir una invención patentable”. El ministro francés de la Investigación en el gobierno Jospin, precisaba: “Cuando se identifica la función particular de un gen y a partir de ahí se ponen a punto nuevos tests diagnósticos o nuevos medios terapéuticos, eso se convierte en una invención biotecnológica” /11. De ahí las patentes del test de Myriad Genetics sobre el diagnóstico precoz del cáncer de mama.

Antropología de la corrupción
“¿Hay aún bienes sin precio?”, pregunta Marcel Hénaff en Le Prix de la Vérité /12.
O también: “¿Habremos perdido el sentido de la carencia de precio?”. Sin duda alguna, en cuanto que el saber, lo vivo, la solidaridad caen en el campo de la transacción mercantil. El auge paralelo de la “scientific charity”, de la “ética de la empresa” (de la que Etchegoyen hace una disciplina lucrativa) o de los que Marc Abèlés llama “los nuevos filántropos”, aparece así como un movimiento reflexivo del capital sobre su propia expansión sin límite. Genera en efecto una desligazón y una inseguridad sociales en las que se deshace el resto de reconocimiento ceremonial que sobrevivía en la civilidad y en la educación en lo cotidiano. Mientras un movimiento como el Mauss opone al horror económico del capitalismo un “paradigma del don” (Alain Caillé) fundado en la circulación generosa de bienes, no se trata, para Marcel Hénaff, de dos lógicas antagónicas o cronológicamente sucesivas, sino de dos órdenes heterogéneos.
El problema no residiría según él en la mercantilización generalizada, sino en la venalidad, según la cual todo puede ya venderse, incluso lo invendible. De ahí su propuesta de una antropología de la corrupción. Toda la cuestión está sin embargo en saber si la venalidad es disociable de la mercantilización o si constituye su corolario lógico, igual que las mafias privadas prosperan sobre las ruinas del espacio público.
Estos rompecabezas filosófico-jurídicos son el fruto de contradicciones cada vez más explosivas entre la socialización del trabajo intelectual y la apropiación privada de las ideas de una parte; entre el trabajo abstracto que es objeto de la medida mercantil y el trabajo concreto difícilmente cuantificable que juega un papel creciente en el trabajo complejo, de otra parte. De estas contradicciones resulta una desreglamentación generalizada de la ley del valor y de su medida miserable de la riqueza social. “Bien has excavado, viejo ratón”, ironiza Moulier-Boutang /13.

¿“Un espectro recorre la red”? /14
Si la fórmula es, en una cierta medida, pertinente, no permite sin embargo responder a las cuestiones estratégicas planteadas por las metamorfosis del capital. Para la mayor parte de los colaboradores de un reciente número de la revista Multitudes, la nueva alternativa histórica se sitúa entre el “capitalismo cognitivo” y un “cyber comunismo” del que el “cognitariado”, y no ya el proletariado, sería el sujeto activo. Las aporías del derecho de autor o del copyright se resolverían así en la generalización de la renta universal garantizada, liberada de las cadenas de la ley del valor. La naturaleza misma del valor trabajo así como sus modalidades de extracción se verían, en efecto, afectadas radicalmente por esta gran transición en el interior mismo del capitalismo. La socialización del trabajo, culminando en la socialización del trabajo intelectual, llevaría lógicamente a la socialización integral del salario puesto que finalmente, “somos todos autores de una forma o de otra”. El “capitalismo de la información” tendería así espontáneamente “hacia una cierta forma de comunismo” /15, un “comunismo de la información” que se definiría no ya por la “electricidad los soviets”, sino por “las redes y los flujos inapropiables y la renta universal”.
Los cambios técnicos conllevarían así cambios culturales y estratégicos que obligarían a renunciar a las viejas estrategias apocalípticas del movimiento revolucionario: “En otra época, la abolición del capitalismo era contemplada bajo sus aspectos apocalípticos: levantamientos revolucionarios, movilización de masas, y finalmente dictadura modernizadora. Es todo lo contrario con el cyber-comunismo que es vivido como una experiencia cotidiana sin ningún estrépito. En lugar de cavar la tumba de la economía de mercado, los americanos están superando tranquilamente el capitalismo” /16.
Esta beatitud ante la revolución tranquila del cyber-mercado reposa en última instancia en un determinismo tecnológico furioso: poco importa que la sociedad se descomponga, el ordenador y la red asegurarán la marcha adelante hacia la cyber-utopía. Sin embargo, “el capitalismo cognitivo” no suprime más la división social del trabajo de lo que supera el fetichismo de la mercancía.
Transforma solamente, y a veces refuerza, las formas de la alienación. Nada indica, en efecto, que los trabajadores eventuales del cybertrabajo sean más capaces de resistir colectivamente a la heteronomía del trabajo impuesto y de encontrar en su práctica cotidiana las palancas para una resistencia colectiva a la explotación. Si cada vez es más difícil reducir un tiempo de trabajo heterogéneo y discontinuo a la abstracción de su medida mercantil, y si esta dificultad justifica teóricamente la idea de disociar el derecho a la renta del trabajo efectivo, la solución práctica puede llevar a resultados diametralmente opuestos según las relaciones de fuerzas. En una variante liberal, la renta universal garantizada se reduciría a una red de seguridad mínima que contribuiría bien a desmantelar el salario mínimo, bien a arrastrarle hacia abajo: ¡la nueva plebe tendría así derecho a una renta mínima de supervivencia, más algunos juegos televisivos. Inversamente, la garantía de una renta universal al menos igual al salario mínimo interprofesional debería significar un aumento de la socialización del salario y una extensión de las garantías contra la enfermedad, los accidentes, la vejez, y las intermitencias del trabajo y de la formación /17.
Hay que precisar que, si este objetivo puede tener un valor prospectivo pedagógico, presupone una transformación cualitativa de las relaciones de fuerza entre las clases cuando en este momento nos encontramos defendiendo un sistema de solidaridad social duramente atacado por las políticas liberales. No haría falta menos que un nuevo junio de 1936 [fecha símbolo del Frente Popular francés. NT] un nuevo mayo de 1968.
En fin, una lógica alternativa a la de la mercantilización y de la apropiación privada del mundo no podría reducirse a una sola medida, por decisiva que fuera... Pasa, por supuesto, por un nuevo auge de la apropiación social y por una extensión sin precedentes del dominio público. Pero supone igualmente una revolución fiscal, una revolución de la educación permanente, una reducción radical del tiempo de trabajo y un debilitamiento de la división social del trabajo, una reorganización de los ritmos de vida (no sólo de los ritmos cotidianos o semanales de trabajo, sino su redefinición a lo largo de toda la vida activa), un cambio radical del derecho a la renta y a los servicios, en el sentido de una debilitación de las relaciones monetarias. No es muy verosímil que la “superación tranquila” del capitalismo por la extensión rizomática de las nuevas tecnologías baste para ello.

1/ Ver entre otros. E. P. Thompson, “L’économie morale de la foule dans l’Angleterre du XVIII siècle”, en La guerre du blé, Paris. Editions de la Passion, 1988.
2/ Karl Marx. Rhenische Zeitung, 25 octubre 1842.
3/ Le Monde, 17 julio 1999.
4/ La Revue Socialiste, primavera 1999.
5/ Milton Friedman, Le Monde, 20/07/ 2000.
6/ Ver principalmente Actuel Marx nº 29, “Critique de la proprieté”. Paris PUF 2001.
7/ Karl Marx. Manuscritos de 1857-1858. Paris. Editions Sociales, 1980, tomo 2, pg. 192.
8/ Le Monde, 13/05/ 2002.
9/ James Boyle, “The Second Enclosure Movement and the Construction of the Public Domain”, http://jamesboyle.com: “Cuando un nuevo derecho de propiedad es establecido sobre cualquier bien informático, la única forma de asegurar eficazmente su asignación es conceder al que posee ese derecho un aumento del control sobre el consumidor o el usuario gracias a un sistema de precios discriminatorio”.
10/ Ver Eben Moglen, “La programación libre y la muerte del copyright”, en Multitudes, nº 5. Editions Exil, mayo 2001.
11/ Roger Gérard Schwartzenberg, Le Monde, 21/07/ 2002.
12/ Marcel Hénaff, Le prix de la Vérité, Paris, Seuil, 2002.
13/ Ver Multitudes nº 5, op.cit.
14/ Richard Barbrook, ibid, p. 186.
15/ Pierre Lévy, “L’anneau d’or, intelligence collective et propriété intellectuelle”, en Multitudes, nº 5, op.cit.
16/ Richard Babrook, Multitudes nº 5, op.cit. p. 197.
17/ Ver Dominique Mezzi: “Protection sociales: universalisation et abolition du salariat”, en Critique communiste, nº 166, primavera 2002.


     

 

   
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