Intelectuales y Académicos

Gobierno Lula: ¿continuidad, avance o retroceso?

 

Autor: Brasilio Sallum Jr. y Eduardo Kugelmas

Fecha: 14/7/2003

Traductor: Isabel Infanta, especial para P.I.

Fuente: Gramsci.org


Cerca del simbólico marco temporal de seis meses, Lula sorprende y desconcierta. Sigue una política macroeconómica que le arranca elogios al FMI, al Tesoro americano y al conjunto de agentes económicos ligados al mundo financiero que los medios acordaron en llamar “el mercado”. Propone una reforma del sistema de previsión social que el mismo Fernando Henrique Cardoso criticó en la prensa como demasiado severa con el funcionalismo público. Atrae hacia una coalición partidaria aparentemente fuerte en el Congreso al camaleónico PMDB y el PP, último estertor de la antigua Arena, mientras circunscribe la rebelión de los “radicales” de su propio partido. Calma la inquietud de la intelectualidad de izquierda con dos horas de conversación rellena de parábolas y le saca aplausos suficientes para sumergir algunas silbatinas en el congreso de la CUT.

Sigue recibiendo elogios y manifestaciones de apoyo alrededor del mundo, como se vio en la ida a la reunión del G-8 en Evian. Y, lo que es fundamental, alcanza niveles estratosféricos de popularidad en las encuestas de opinión, en un momento en que los indicadores referentes al ingreso y al empleo son los peores de los últimos años.
Todo esto impone que se arriesgue un análisis preliminar del nuevo gobierno, aunque sea necesario reconocer que un período de menos de seis meses no es suficiente para evaluar las líneas maestras de un mandato político que debe durar por lo menos cuatro años. Sin embargo, ya es posible reflexionar sobre el significado de la elección del nuevo gobierno en comparación con el anterior, presidido por Fernando Henrique Cardoso.


La victoria del PT y la democracia


La asunción a Presidente de la República de un inmigrante pobre de la región nordeste de Brasil - que fue obrero metalúrgico en São Bernardo, se proyectó nacionalmente como líder sindical, se tornó fundador y presidente de honor del Partido de los Trabajadores - señala, sin duda, un avance importante del proceso brasileño de democratización, iniciado décadas atrás. Más que el resultado de las elecciones de octubre de 2002, fueron señales notables de la consolidación del régimen democrático en Brasil la colaboración durante el “período de transición” de los funcionarios del gobierno derrotado con los vencedores (algo inédito en la historia del país) y la tranquilidad con la que las elites brasileñas encararon la posesión del nuevo presidente. Los medios internacionales reconocieron claramente el significado positivo de lo que ocurría en Brasil y la saga individual de Lula lo tornó un liderazgo político mundialmente conocido y una figura atractiva para la opinión pública.

La elección de Lula, sin embargo, no fue un rayo en cielo sereno. Su elección ocurrió después de casi veinte años de experiencia democrática. Esta experiencia tuvo inicio con el primer gobierno civil que sucedió, en 1985, al régimen dictatorial instalado por el golpe militar de 1964, produjo la Constitución de 1988 y cuatro elecciones libres y directas para la Presidencia, además de las ocurridas periódicamente en los otros ámbitos de la Federación, los estados y municipios.
El avance democrático decisivo no estuvo, por lo tanto, en el proceso de elección, sino en el candidato y en el partido elegidos. El electorado innovó al elegir, en su cuarto intento, un cuadro político no perteneciente a las elites tradicionales o a las clases medias ilustradas, pero, sí, un líder de origen obrero y con las marcas sociales de su origen, representando un partido de izquierda que, aunque dirigido mayoritariamente por cuadros de clase media urbana, reivindica representar los intereses de los “trabajadores” e incorpora gran número de ellos a su organización. En la elección, lo notable fue haber tenido la mayoría del electorado, las masas populares, roto con la regla elitista, acostumbrada en la política brasileña, de que “pobre no vota a pobre”. De hecho, la elección fue el resultado culminante de un proceso de ampliación de la participación política de las clases medias y populares que tiene raíces en los años 70, cuando surgió en las áreas industriales un sindicalismo independiente en relación al Estado.

Un elemento adicional acentúa el significado democratizante (entendiéndose aquí el término desde el punto de vista de la sociología política) de la elección de Lula: él fue elegido comprometiéndose a gobernar “negociando” sistemáticamente tanto con los partidos políticos como con las organizaciones representativas de los varios segmentos de la sociedad. Esta promesa de ampliación de la participación política de la “sociedad organizada” - contrapuesta a las propuestas de gobierno eficiente de su principal adversario - fue uno de los elementos llave de la conquista de votos de la clase media y del empresariado, pues el contenido de las promesas de campaña fue bastante similar al del candidato oficialista. Sin embargo, las promesas de negociación con las demás fuerzas políticas y sociales fueron relevantes no solo por su componente progresista (más democracia), pero también porque tenían un componente implícito de moderación (las políticas futuras tendrían en cuenta los intereses del empresariado y de la clase media). Esta última observación nos lleva a subrayar algunos de los límites de las victorias de Lula y del PT.
En primer lugar, la victoria de Lula ocurrió, en parte, gracias a su aproximación (y del PT) a los valores e intereses dominantes en el establishment brasileño. Así, la dirección del PT y Lula abandonaron la retórica socialista y la defensa del estatismo desarrollista, a favor de un programa orientado por una visión similar a la defendida, hace mucho tiempo, por el ala liberal-desarrollista del gobierno Cardoso. Esta perspectiva, asimilada de a poco por la dirección del PT y adoptada formalmente a partir de la “Carta a los Brasileños”, de junio de 2003, defiende la reducción de la vulnerabilidad externa, una política firme de estímulo a las exportaciones y, en general, un Estado que estimule la producción y el empleo, sin retorno al proteccionismo o ampliación de las funciones empresariales del Estado. Pero aún la dirección del PT prometió rezar por la cartilla del respeto a los contratos, del ajuste fiscal y del cambio fluctuante. Y el PT no se quedó en las palabras. Se aproximó del centro partidario, contrariando al ala izquierda del partido. Por fin, todo eso culminó con la promesa, ya mencionada, de realizar políticas negociadas, lo que fue reforzado por una campaña electoral muy poco agresiva en relación a los adversario, “desradicalizada”, proyectada en la imagen del “Lula-paz-y-amor”.

En segundo lugar, las elecciones de 2002 incluyeron, además de la elección a presidente de la República, las disputas para el Legislativo federal (Cámara de Diputados y Senado), para que los gobiernos de todos los estados de la Federación y para las Asambleas Legislativas estaduales. En esos otros ámbitos de disputa, el crecimiento del PT y de los partidos aliados fue mucho menos espectacular. en la elección para la Cámara Federal, por ejemplo, el PT consiguió elegir a la mayor bancada partidaria (y, con eso, se ganó el derecho de presidir la Cámara), pero junto con sus aliados de izquierda y de centro constitucionales(1). De esta manera, además de mantener unida a su propia bancada, buscó conseguir el apoyo de los partidos de centro y de derecha, que apoyaban al gobierno anterior. Después de muchas negociaciones y concesiones al mejor estilo tradicional, que involucró incluso “recuperar” para la vida pública nacional figuras políticas marginadas por la coalición política de apoyo al candidato oficialista a la sucesión de Fernando Henrique, el gobierno logró atraer el apoyo del PMDB y del Partido Popular - ex PPB, reciclado del PDS, sucesor de la vieja Arena, el partido del régimen militar de 1964. Con eso, el gobierno armó una coalición partidaria que va de izquierda a derecha, formando un espectro ideológico aún más amplio que el que apoyaba al gobierno anterior. Con eso, logró al menos numéricamente la mayoría parlamentaria para reformar la Constitución. La cuestión ahora, dificilísima - más complicada que la enfrentada por el gobierno anterior -, es l de mantener unidad en las votaciones. Tan difícil será la tarea que, se puede afirmar con seguridad, el gobierno tendrá que negociar con los partidos de oposición (PSDB y PFL) para aprobar las materias más complejas.

En lo que se refiere a los estados, las fuerzas políticas que antes apoyaban al gobierno de Cardoso tiene una presencia aún más intensa, especialmente el partido del ex presidente (el PSDB) - que controla siete estados, incluso los principales (São Paulo y Minas Gerais). En parte, esta es la razón para que el gobierno Lula haya logrado el asentimiento de todos los gobernadores para las reformas de la agenda liberal que el gobierno Cardoso no pudo realizar (la de la previsión social y la tributaria) Se trata, sin embargo, de un apoyo condicionado. El Congreso y en la Federación las realizaciones del nuevo gobierno dependerán mucho de la concordancia de fuerzas políticas sobre las cuales el gobierno federal tiene influencia pero no control.
En suma, la victoria de Lula y del PT tuvo, sin duda, un significado democratizante, pero su elección ocurrió dentro de parámetros políticos - para no hablar de los bochornos financieros externos e internos y de los derivados del nuevo orden político internacional - que restringe las posibilidades de que el nuevo gobierno desarrolle políticas que rompan significativamente con el estatuas quo ante.


La oposición en el poder: ¿continuidad?


Casi todos los analistas políticos concuerdan con que, hasta ahora, la característica más notable del gobierno Lula ha sido su continuidad en relación al gobierno Cardoso. Eso vale, especialmente, para la gestión macroeconómica. Aunque hayamos remarcado la “conversión” liberal de la dirección del PT- cambio que la mayoría de los observadores no percibió - y las promesas hechas durante la campaña electoral de seguir el recetario básico de la gestión económica de Cardoso, no deja de causar cierta sorpresa la ortodoxia fiscal y monetaria de las políticas del Ministerio de Hacienda y del Banco Central del nuevo gobierno. Con efecto, el gobierno Lula decidió aumentar el grado de ajuste fiscal prometido al FMI por el equipo de Cardoso (4,25% de superávit primario de las cuentas públicas en relación al PBI para 2003, en vez de los 3,75% prometidos para 2002) y elevar los intereses básicos de la economía para combatir el surto inflacionario del final de 2002.
Es necesario, entretanto, calificar lo que se entiende por continuidad entre los gobiernos Lula y Cardoso. Lo fundamental es que el nuevo gobierno no escapó a la hegemonía política liberal asegurada durante el primer gobierno Cardoso y confirmada por su reelección en 1998: el Estado perdió sus funcione empresariales, aunque haya mantenido buena parte de su capacidad reguladora; el capital extranjero fue equiparado constitucionalmente al doméstico y absorbió gran cantidad de empresas estatales de servicios públicos y parte de las empresas manufactureras nacionales; los principales bancos estaduales fueron privatizados; y se mantuvo la apertura del comercio exterior, aunque con prioridad para el Mercosur.

Hay, sin embargo, varias maneras de ser liberal, como quedó claro a lo largo de los años en que Cardoso ejerció el poder. La llave para entender eso está en las diferencias entre las políticas económicas del primero (1995-1998) y del segundo gobierno Cardoso (1999-2002). Durante la campaña electora, los candidatos de oposición a Cardoso buscaron homogeneizar los dos períodos para atacarlos mejor, pero las dos políticas tuvieron orientaciones bien distintas, aunque puedan ser consideradas liberales. En el primer gobierno, se intentó asegurar la estabilización monetaria (conseguida con el lanzamiento del Plan Real en 1/7/1994), combinando anclaje cambial (cambio semifijo) e intereses altos, acompañados de una política fiscal poco rigurosa, al paso que en el segundo gobierno se abandonó el anclaje cambial a favor de un régimen de cambio fluctuante y de una rigurosa política fiscal, asociados, en la medida que las tensiones inflacionarias lo permitían, a una política de intereses declinantes.
Como se sabe, la gestión económica del primer gobierno Cardoso - próxima al que se ha denominado “fundamentalismo de mercado” - terminó, de un lado, penalizando mucho el sector productivo (obligado a ajustarse demasiado rápido a los niveles mundiales de productividad) y, de otro, ampliando bastante en endeudamiento del sector público y la fragilidad financiera del país frente a los movimientos de contracción de liquidez internacional. Las políticas compensatorias de desarrollo, adoptadas en la época, no fueron suficientes para evitar los impactos negativos de la gestión macroeconómica sobre el sistema productivo y el empleo.

En función de su fragilidad financiera, Brasil fue alcanzado seriamente por la sucesión de crisis internacionales (mexicana, asiática y rusa), ocurridas entre 1994 y 98, y el gobierno tuvo que recurrir al auxilio del FMI (noviembre de 1998) y, por fin, hacer fluctuar el cambio (enero de 1999) para bloquear la fuga de capitales y preservar sus reservas internacionales. A partir de este momento (primero mes del segundo mandato de Cardoso), la política económica brasileña fue constante: fuerte ajuste fiscal, cambio fluctuante e intereses orientados hacia producir inflación baja. Claro está que esta política fue mucho más favorable a las actividades productivas de lo que la adoptada en el primer mandato. Sin embargo, salvo en el año 2001, el desempeño económico del país en el segundo mandato de Cardoso fue mediocre. ¿Por qué ocurrió un resultado tan negativo? En función del alto endeudamiento del país, los resultados de la nueva política dependieron básicamente del flujo de capitales externos: en las situaciones en que ocurrió reducción significativa de la inversión externa y/o de préstamos (sea por la retracción económica mundial, sea por desconfianza en relación a los rumbos del país), cayó el crecimiento del producto y hubo devaluación de la moneda nacional en relación al dólar. Pesó considerablemente el cambio de la coyuntura internacional a partir del segundo trimestre de 2001, con el fin de la “burbuja” de los mercados accionarios, y, más adelante, con los reflejos de los atentados del 11 de Septiembre. Aún así, gracias a nuevos recursos externos obtenidos del FMI (en 2001 y 2002), el gobierno consiguió evitar una crisis cambial violenta. Esta política económica fue acompañada por una nueva retórica de “retomada del desarrollo” y por estímulos al desarrollo de las exportaciones y de sectores industriales específicos. Con eso, se puede decir que el segundo gobierno de Cardoso se inclinó - de forma lenta e irregular - hacia una política que podemos denominar “liberal-desarrollista”. Así, a pesar de los esfuerzos hechos y a despecho de los eventuales méritos de la gestión económica del segundo gobierno Cardoso, el crecimiento económico del país fue muy bajo e irregular y el desempleo muy elevado, lo que contribuyó ciertamente a la victoria de la oposición en las urnas.

Esta pequeña digresión permite responder más precisamente a la cuestión sobre la naturaleza de la continuidad entre la gestión Cardoso y el gobierno Lula. El gobierno Lula no rompe, como ya remarcamos, la hegemonía liberal consolidada por Cardoso. Mas aún: en términos globales parece ser la continuación, profundizada, del segundo gobierno de Cardoso. Más profundizada en, por lo menos, tres aspectos. El primero, ya mencionado, se refiere a la política macroeconómica: sigue todo como antes y, además, el gobierno Lula propone un ajuste más fuerte que el efectuado anteriormente. El segundo aspecto es aún más relevante: el nuevo gobierno retomó el programa de las reformas estructurales interrumpido por Cardoso, por falta de condiciones políticas. La agenda que propuso es, de hecho, liberal: reforma de la previsión social, reforma tributaria, reforma laboral, autonomía del Banco Central, etc. Aquí se manifiesta la mayor quiebra de las expectativas dominantes en relación a la actuación del nuevo gobierno. Tercero: la retórica de la campaña del PT acentuó las insuficiencias de las políticas sociales y de desarrollo del gobierno Cardoso (hasta el punto de negar su existencia) y su candidato prometió hacer de ellas en centro de su política. Si así es, dará consistencia a las tendencias liberal-desarrollistas ya presentes en el gobierno anterior. Con tantas semejanzas entre uno y otro gobierno, no es sorprendente que el gobierno Lula esté recibiendo aplausos unánimes del empresariado, local y extranjero, y de agencias multilaterales, como el FMI y el Banco Mundial. Es verdad que la coyuntura electoral ayudó a acentuar las similitudes entre las políticas macroeconómicas del actual gobierno en relación al anterior.

Recuérdese que la posibilidad de victoria de Lula desencadenó en 2002, en función del temor de que fueran abandonadas las directrices económicas del gobierno Cardoso, una extrema reducción del ingreso de capitales. Hasta las líneas de crédito para la exportación fueron muy reducidas. Además, hubo intensa búsqueda de dólares tanto por la necesidad de pagar préstamos externos como por la acción de especuladores. Resultado: el real se devaluó de forma intensa frente al dólar y se desencadenó un surto inflacionario(2). Frente a las perspectivas de moratoria externa y de desestabilización monetaria, implícitas en la situación, la opción política del gobierno Lula fue recuperar la credibilidad en relación al “mercado”, adoptando de forma más intensa las directrices macroeconómicas de Cardoso(3). Claro está que la opción no fue solo resultado de la conveniencia. Ella expresa una conversión liberal (aunque no neoliberal) de la facción dominante del PT, conversión que fue ocurriendo de a pocos pero se aceleró a lo largo de la campaña electoral. Remárquese, además, que, en relación a la gestión macroeconómica, las alternativas son muy diminutas y, algunas, políticamente peligrosas: los liderazgos del PT tuvieron siempre en mente el ejemplo próximo, y negativo, de Argentina, para evitar cambios más bruscos de política económica, tales como las deseadas por el ala izquierda del partido. Sea como fuere, la coyuntura negativa solo acentuó tendencias dominantes en la sociedad y que venían siendo absorbidas por el partido hoy en el gobierno. La absorción en el equipo económico gubernamental de economistas de orientación ortodoxa - formados en la FGV-Rio y PUC-Rio - materializó, además de todas las expectativas, el guiño del núcleo dirigente del PT.
Si, de este ángulo, el gobierno Lula sigue y profundiza la orientación adoptada por segundo gobierno Cardoso, se pregunta: ¿dónde hubo cambios políticos significativos? ¿Cuáles son las implicancias políticas de la continuidad y de los cambios?


Sorpresas y dilemas


La trayectoria histórica, el programa de gobierno del PT y los compromisos asumidos durante la campaña electoral hacían creer que, después de la posesión de Lula, ocurriese una intensificación del desarrollismo (nótese que la plataforma del candidato José Serra también apuntaba en este sentido) y un fuerte énfasis en las políticas de tipo redistributivo. Sorprendentemente, en esas dos áreas - política de desarrollo y políticas sociales -, el gobierno Lula ha mostrado hesitación y poca eficiencia. Hasta ahora, cinco meses después de la posesión del gobierno, no hay una definición clara de su política industrial, hay poca articulación entre el Ministerio del Desarrollo, que se suponía encargado de definirla, y el BNDES, principal institución de financiación a lo largo plazo de inversiones. Clara señal de este desarreglo es que fue la Secretaría de Comunicación de la Presidencia el inusitado centro de poder que tomó la iniciativa de formar un grupo de trabajo para formular una estrategia de desarrollo industrial para el país.
En cuanto a las políticas sociales, su centralidad ha sido proclamada por el gobierno y legitimada por la sociedad. Además de eso, el gobierno consiguió “vender” con gran eficacia publicitaria su programa central de combate a la pobreza, el programa “Hambre Cero”. Aún así, hay una gran indefinición cuanto a los objetivos y medios de este nuevo programa y en cuanto a su relación con los programas de protección social del gobierno anterior y aún en funcionamiento. En suma, el programa “Hambre Cero”, hasta ahora, es poco más que un “eslogan publicitario”, dejando mucho que desear como realización concreta que anuncie con claridad la nueva cara social. Las dificultades del gobierno en relación a las áreas de desarrollo y de combate a la pobreza muestran que el PT aún no tenía ni cuadros suficientes ni propuestas maduras de gobierno, a pesar del largo período de preparación y de la acción del Instituto de la Ciudadanía.

La diferencia más notable entre los gobiernos Lula y FHC, hasta el momento, no está tanto en los contenidos de las políticas adoptadas (aunque exista) cuanto en el modo de encaminar sus iniciativas políticas. Cumpliendo compromisos de la campaña electoral de negociar sus políticas con “la sociedad”, el gobierno Lula creó varios colectivos de “negociación y asesoramiento”, que discuten las iniciativas a ser tomadas directamente por el Ejecutivo o que él enviará al Congreso Nacional. El principal de estos es el Consejo de Desarrollo Económico y Social, cuyo papel aún no está claro. Aunque tales mecanismos de “negociación” signifiquen un avance, del punto de vista de la participación política - se comparados con el padrón de decisión tecnocrático, aunque bastante atento a las reglas de la democracia representativa, del gobierno Cardoso -, ellos son muy limitados, ya que los miembros de los consejos son indicados por el gobierno y su función es de asesoramiento. Esta limitación quedó cristalina en el caso de la reforma de la previsión: el Consejo aprobó, después de largas negociaciones, propuestas que fueron descartadas sin ninguna justificativa por el gobierno en la propuesta encaminada al Congreso. Por otra parte, el gobierno Lula viene buscando, además de eso, convertir a los gobernadores de estado en aliados de su programa de reformas. Se trata de coordinar esfuerzos, bajo el liderazgo del presidente, de los responsables por el poder ejecutivo en la Federación, para llegar a un consenso sobre las reformas de interés común (hasta ahora la de la previsión social y tributaria), antes de enviarlas para aprobación por el Legislativo. La ida en conjunto al Congreso, cena inimaginable en el período FHC, fue una demostración emblemática de esta forma diferenciada de buscar consensos sociales y políticos para la consecución entorno a la agenda liberal de reformas propuestas por el gobierno Lula.

Aunque el recurso a esos foros de negociación materialice una creencia en las virtudes del diálogo, de la negociación y de la participación política ampliada, presente en el discurso del PT desde los años 80, él debe ser entendido, ahora, como “necesidad política” de un gobierno, cuya base parlamentaria es frágil, para aprobar las reformas de la agenda liberal que desea realizar.
Bien hechas las cuentas, el gobierno Lula ha sido muy eficiente hasta aquí en la gestión ortodoxa de la economía y en la conducción de la agenda liberal de reformas pero mostró resultados poco expresivos en las áreas en que se esperaba mucho de una gestión de izquierda. Ciertamente eso puede cambiar, pero la “conversión” liberal del PT y la gestión hiperortodoxa de la economía ya produjeron efectos políticos significativos. Produjeron fisuras importantes en la base parlamentaria del gobierno (la izquierda del PT, hoy, es el principal foco de oposición) y tornó al Ejecutivo federal más dependiente de los partidos de centro y derecha - aliados y opositores - para aprobar sus proyectos de reforma. El mismo viene ocurriendo en la base sociopolítica que eligió al actual presidente: el funcionalismo público, duramente afectado por la propuesta de reforma de la previsión social, ya se movió nítidamente a la oposición. Y, aunque el empresariado (principalmente el industrial y comercial) se sienta todavía aliviado por que Lula-no-era-el-revolucionario-que-se-temía, hay señales crecientes de irritación con la hiperrigidez fiscal y monetaria que viene marcando la gestión económica gubernamental. Por otro lado, como las políticas del nuevo gobierno tienen gran afinidad con la base sociopolítica que tiene hegemonía desde el período FHC (pues se encuadran en los parámetros liberales), los partidos de oposición, PSDB y PFL, nucleares en el sostenimiento del gobierno anterior, tienen dificultades visibles para adaptarse al papel de oposición.

El cuadro que se va diseñando en este momento (junio de 2003) difícilmente sería imaginado por más osados constructores de escenarios hace un año o aún hace seis meses. Lo que llama especialmente la atención es la combinación entre los elevados índices de popularidad difusa del presidente, confirmados en la última encuesta CNT-Sensus, y la creciente oposición que el gobierno va encontrando entre los grupos organizados de la sociedad - funcionalismo, sindicatos no ligados a la CUT, asociaciones empresariales, etc. La cuestión que se coloca es sobre la duración de esta elevada popularidad frente al extraordinario deterioro de los indicadores referentes al empleo y a la renta, estimándose hoy que el salario real está por debajo de los niveles del momento anterior al lanzamiento del Plan Real. Esto hace más urgente la cuestión de la política macroeconómica y especialmente la cuestión de la orientación seguida por el Banco Central. Se acumulan las críticas a la alta tasa de intereses fijada por el banco (hasta mayo, tasa Selic en 26,5%), con el propio vicepresidente liderando el coro de los descontentos. Todo indica que la apuesta ya hecha por la recuperación de la credibilidad, la demostración de que el gobierno considerado de izquierda podía mostrarse austero en la política fiscal y conservador en la política monetaria fue exitosa junto a los mercados financieros, pero su costo para el lado real de la economía esta traspasando el límite de lo que podría ser considerado un mal necesario.
De hecho, siempre estuvo presente en el debate económico pre y pos electoral la idea de una “fase 2”, que sería la del crecimiento, una vez superados los rescoldos de la crisis 2002. En el escenario más favorable, controlado el proceso inflacionario, los intereses bajarían, tendríamos al final del corriente año una mejora significativa en los índices de actividad y la aprobación de las reformas convencería de una vez a los mercados financieros en cuanto a la solvencia del país a mediano y largo plazo. Ahí entraría en escena la orientación desarrollista, a través de la adopción de una política industrial y de una ola de inversiones (del sector público y/o en nuevas sociedades con el sector privado) en infraestructura, exportación, orientados por criterios sociales.

Sin embargo, un conjunto de dificultades coloca en jaque esta perspectiva optimista. El alargue del apriete monetario, cada vez más controvertido y que parece obedecer a una visión muy específica del funcionamiento del régimen de metas inflacionarias, hace precarias las perspectivas de una retomada del crecimiento aún en 2003 y hace al próximo año una incógnita. También las directrices de la llamada segunda fase permanecen inciertas. Aunque aya habido una intensa discusión entorno a la temática de la política industrial en el segundo mandato de FHC y un visible cambio de actitud de su gobierno frente al asunto en la gestión del ministro Sérgio Amaral (cuyos estudios técnicos sobre el asunto podrían ser el punto de partida para una nueva etapa), aún no se sabe qué rumbo será tomado por el gobierno Lula.
Algunas señas para el futuro fueron dadas: el reciente documento del BNDES, significativamente titulado “La retomada del desarrollo - directrices para la actuación del BNDES” (www.bndes.gov.br) reafirma inequívocamente los ejes de la orientación desarrollista de la “fase 2”. El nuevo Plan Plurianual (PPA) apunta en su formulación al sueño de la conciliación entre el Estado planificador y promotor del desarrollo, con la inclusión social, con la inestabilidad basada en sólidos fundamentos fiscales y monetarios (www.planobrasil.gov.br).
Pero se espera aún el paso - siempre arduo - de las intenciones a propuestas concretas. E, aún en el terreno de las proposiciones más genéricas, hay una clara distancia entre estos documentos y lo que fue divulgado por el Ministerio de Hacienda, denominado “Política económica y reformas estructurales”, con nítidas semejanzas con la llamada “Agenda Perdida”, cuya elaboración, durante la campaña electoral, fue coordinada por José Alexandre Scheinkman y por el actual secretario de Política Económica, Marcos Lisboa.
Debe notarse que en este documento, que tiene la firma del ministro de Hacienda Antonio Palocci, no se discute política industrial ni siquiera el papel promotor del Estado (www.fazenda.gov.br). En este abordaje, que en poco se distingue de los puntos de vista de los sectores más liberales que dominaron la gestión económica del primer gobierno FHC, la inclusión social es vista como meta a ser alcanzada por la focalización de las políticas específicas. En suma, las políticas sociales son entendidas como políticas meramente compensatorias.
Hasta el momento, el extraordinario carisma personal del presidente impidió que la ansiedad por medidas concretas ante el estancamiento económico y sus consecuencias se convirtiese en desgaste político más profundo. Pero la falta de calibración en el supuesto paso de la fase de estabilización a la del crecimiento y el rumbo fiscalista de las reformas propuestas levantan dudas sobre la capacidad de ejecución por el gobierno de un programa económica y socialmente innovador, pero coherente con la trayectoria histórica de un partido de izquierda.

(1) La base parlamentaria oficialista original en la Cámara de los Diputados era constituida por partidos de izquierda y de centro (PT, PSB, PDT, PcdoB, PPS, PMN, PV, PTB y PL), que tienen 253 diputados de un total de 513. Nótese que, para aprobar reformas en la Constitución, son necesarios 308 votos en dos votaciones en cada una de las Casas del Congreso Nacional.
(2) Como consecuencia positiva de esto, hubo una ampliación del superávit en el comercio exterior (13,5 mil millones de dólares en 2002) y una reducción drástica del déficit en transacciones corrientes con el exterior (déficit del 1,7% do PBI contra 4,5% en 2001). De esa forma, la crisis del 2002 terminó acelerando la recuperación de la balanza de comercio exterior, que ya venía ocurriendo desde la adopción del régimen de cambio fluctuante, en 1999, y reduciendo la dependencia brasileña en relación a la financiación externa.
(3) Hasta ahora, poco más de cinco meses después de la posesión, el gobierno Lula ha sido muy exitoso en este aspecto: el real está en franca valuación frente al dólar (está debajo de tres reales por dólar, después de alcanzar casi cuatro en 2002), el riesgo-país cayó a menos de 800 puntos (estuvo en casi 2.400 puntos) y la inflación comienza a dar señales de caída significativa.


     

 

   
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