Robert Fisk

> 11/05 - Si ellos son inhumanos, nosotros somos salvajes

 

Autor: Robert Fisk

Fecha: 11/5/2004

Fuente: La Jornada




Menos de seis meses antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, mi abuela, Margaret Fisk, dio a mi padre, William, un libro de 360 páginas de aventuras imperiales, Tom Graham CV: Historia de la guerra afgana. "Obsequiado a Willie por su madre", escribió con lápiz grueso en la primera de forros. Willie tendría casi 15 años de edad. A la muerte de mi padre, en 1992, heredé ese libro, con su hermosa pasta dura grabada con una cruz de Victoria* , y apenas el mes pasado lo leí.

Escrito por William Johnston y publicado en 1900, cuenta la historia de Tom Graham, hijo del dueño de una mina en Gran Bretaña que crece en el puerto de Seaton, en el norte de Inglaterra, y que, obligado a dejar la escuela y meterse de aprendiz de oficinista por el súbito empobrecimiento de su padre, se alista antes de la edad reglamentaria en el ejército.

Tom es asignado a una unidad británica en el condado de Cork, en el sureste de Irlanda -incluso besa la piedra de Blarney* * -, y luego viaja a India y a la segunda guerra en Afganistán, donde aparece en una gaceta oficial como teniente segundo en un regimiento de las Tierras Altas. Frente a la tumba de su padre, en la iglesia local, antes de partir para incorporarse al ejército, Tom jura llevar "una vida pura, limpia y recta".

El relato es típico de la generación de mi padre, una historia altisonante y racista de heroísmo británico y salvajismo musulmán. La matanza del personal de la embajada británica en Kabul, que realmente ocurrió en 1879, provocó una respuesta militar británica, y Tom Graham viaja a Afganistán con su regimiento. Pocos días después mete la bayoneta "hasta la empuñadura" en el pecho de un afgano, "un gigante moreno, cuyos ojos brillaban de odio". En el valle de Kurrum, Graham combate a "tribeños enfurecidos, ebrios de lujuria y pillaje". El autor subraya que siempre que soldados británicos caen en manos afganas, "sus cuerpos son horriblemente mutilados y deshonrados por esos demonios de forma humana". Los afganos son "villanos" en un pasaje del libro, "vándalos" en otra y, por supuesto, "demonios de forma humana".

El texto no sólo es racista, sino también antislámico. "Puede que los jóvenes lectores", pontifica el autor, "no sepan que el único objetivo de todo afgano participante en la guerra de 1878-80 era cortar en pedazos a cuanto infiel se atravesara en su camino. Mientras más pedazos pudiera arrancar al infortunado británico, mayor sería su dicha en el paraíso."

Cuando Graham resulta herido en Kabul, su médico le dice que los afganos se han vuelto "villanos asesinos, negros malditos". Un oficial británico de artillería incita a sus hombres a disparar a un grupo compacto de tribeños afganos, asegurándoles que el fuego de sus cañones "dispersará a las moscas".

No es difícil ver con qué facilidad el mundo de británicos "puros, limpios y rectos" de mi padre bestializaba a sus enemigos. Aunque hay algunas referencias a la "audacia" de los tribeños afganos, no se hace ningún intento por explicar sus acciones. La noción de que los afganos no querían que los extranjeros invadieran y ocuparan su nación no existe en el relato.

Pero claro, la historia no es amable con los liberales de nuevo cuño. Tengo en mi biblioteca otro libro del periodo, una biografía considerada y sensible de Henry Mortimer Durand -el hombre que trazó la "línea de Durand" entre Afganistán y el Raj británico-, que contiene una réplica de la carta original enviada por el verdadero Durand a la hermana de su biógrafo. El 12 de diciembre de 1879, recuerda, "se ordenó a dos escuadrones del noveno regimiento de Lanceros que cargaran contra una gran fuerza de afganos, con la esperanza de rescatar nuestras armas. La carga falló, y algunos de nuestros muertos fueron hallados después espantosamente mutilados por cuchillos afganos... Yo lo vi todo".

El problema está claro. Los afganos en realidad arrancaban pedazos de los jóvenes ingleses -obras históricas posteriores dejaron en claro de qué pedazos hablaban esos autores-, en la misma forma en que los iraquíes cortaron la cabeza a un mercenario estadunidense en Fallujah el 30 de marzo y colgaron sus restos achicharrados, junto con los de un colega, de una viga en un viejo puente ferroviario británico sobre el río Eufrates.

Nuestros enemigos son salvajes. Nosotros también. Primero aprendemos a odiar y bestializar a nuestros enemigos, y luego lanzamos alaridos de furia y tomamos desquite cuando nos obligan a portarnos exactamente de la misma forma en que esperamos que ellos lo hagan. Y después los torturamos y los humillamos. El equivalente actual de Tom Graham CV es Hollywood, con su retrato ponzoñoso y racista de los árabes y musulmanes.

Cierto, el 11 de septiembre de 2001 nuestros enemigos resultaron tan terribles como nuestras películas los hacían ver. Puede que algún día una investigación seria revele hasta qué punto los pilotos asesinos tomaron de modelo la versión que daba Hollywood de su crueldad. En cambio, no es difícil ver en qué forma los rufianes de la prisión de Abu Gharib adquirieron la suya. Cristianos neonacidos que sin duda deseaban que se les viera llevar una "vida pura, limpia y recta" trataron a los iraquíes como si fueran "bestias en forma humana", como "fanáticos", como "moscas". ¿Acaso el procónsul de Washington en Irak, Paul Bremer, no había descrito a los enemigos de su país como "fracasados", "renegados", "terroristas"? Cuando la joven que participó en las torturas expresó su sorpresa por todo el alboroto, entendí de inmediato por qué. No porque lo que hizo hubiera sido cosa de rutina -aunque sin duda lo era-, sino porque así es como le dijeron que tratara a esos prisioneros iraquíes. ¿Acaso no mataban soldados estadunidenses, preparaban autos bombas, asesinaban niños de escuela? Hollywood vuelto realidad.

Es posible que el lector no crea que los espectáculos influyan en la juventud, que Tom Graham CV no hubiera podido influir en un joven inglés ni Hollywood torcer la mente de los custodios estadunidenses en Abu Gharib. Pues bueno, puede que se equivoque. Bill Fisk -el "Willie" de aquella dedicatoria de hace casi un siglo- también fue sacado de la escuela y llevado a un puerto del norte de Inglaterra porque su padre, Edward, ya no podía mantenerlo. Fue enviado de aprendiz de oficinista a Birkenhead. En los pocos apuntes que dejó antes de morir, Bill recordó que trató de alistarse antes de la edad reglamentaria en el ejército británico; viajó al cuartel de Fullwood, en Preston, para unirse a la Artillería Real de Campo, el 15 de agosto de 1914, 11 días después del principio de la Primera Guerra Mundial y casi seis meses después de que su madre le había regalado Tom Graham CV. Dos años después logró por fin alistarse y fue enviado también al batallón británico en el condado de Cork. Hasta tengo una instantánea en tenue color sepia donde se le ve besando la piedra de Blarney. Dos años después, en Francia, mi padre aparece en una gaceta oficial como teniente segundo en el regimiento Liverpool del rey. ¿Acaso seguía conscientemente la vida del ficticio Tom Graham?

No, Bill Fisk no torturó prisioneros: al final de la Primera Guerra Mundial, con gran nobleza, se negó a dar las órdenes a un escuadrón de fusilamento que ejecutaría a un soldado australiano por homicidio. Pero no me digan que no estamos condicionados por lo que leemos y vemos cuando somos niños. Toda su vida Bill Fisk miró con desdén a los negros, despreció a los irlandeses y se refirió al "peligro amarillo" -los chinos- como la mayor amenaza mundial. Era un hombre de la era victoriana.

Tengo miedo de que los torturadores estadunidenses en Irak sean criaturas de nuestro siglo. Porque si se nos enseña a despreciar al enemigo como inhumano, acabaremos, si tenemos oportunidad, como bestias humanas nosotros también.

* Cruz de Malta de bronce, máxima condecoración otorgada por el ejército británico por valor excepcional. A ella aluden las iniciales "CV" en el título del libro.

* * La leyenda dice que quien besa esa roca adquiere el don de la elocuencia. (N. T.)

© The Independent


     
 

 

   
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