Teoria,
cultura y genero
La quiebra del feminismo
Autor:
Victoria Sendón
Revista Debats Nº 76, Alfons el Magnánim
Cuando el pensamiento
único, versión Fukuyama, emergía como una
palmera en el desierto de las ideas; cuando la globalización
neoliberal iba vaciando de contenido los antiguos atributos del
Estado y todo se privatizaba al grito de laissez faire, laissez
passer, que el mercado lo regula todo; cuando el país más
poderoso de la Tierra se estrenaba en el gobierno del Forrest
Gump de la política... hete aquí que unos árabes
desarrapados, sin otras armas que unos cuchillos de plástico,
nos brindan la puesta en escena de una crisis mundial apocalíptica
en medio de decorados evanescentes que pretendían hacerse
pasar por la sólida realidad que nos cobijaba.
La demanda angustiosa de seguridad convierte en prioritarios a
los servicios públicos tan denostados por el nuevo orden,
y los valores que pretendían fundar una era de más
y más riqueza se desploman con las torres. La sobrecogida
sociedad americana clama venganza y se declara finalmente una
guerra contra el Mal como si de una cruzada se tratase. Toda la
confusión mental y política se pone de manifiesto.
A falta de un pensamiento político coherente, comienza
el otro bombardeo, el bombardeo mediático de los eufemismos:
que si “defensa propia”, que si “justicia infinita”,
“libertad duradera”, “solidaridad internacional”...,
en fin. Europa, sin voces disidentes, se suma a la liturgia de
la confusión con un timorato “amen” sin saber
hacia dónde mirar Y el antiguo Imperio británico
toma el bastón de mando de los “aliados” con
un pueril entusiasmo que evoca aventuras pretéritas a lo
Lawrence de Arabia. Tras siglos de civilización, sólo
queda en pie el valor de la guerra para confirmar la brillante
lógica del bombero pirómano que ataja el fuego con
gasolina.
Posiblemente no contemos con el diferido necesario para tener
una visión clara de lo que “nos” ha sucedido.
Mientras los políticos confían en que se recupere
el consumo como una brillante salida de la crisis y otros brujulean
por los dígitos del “parqué” a ver qué
pueden embolsarse en el río revuelto, algunos comienzan
a aventurar la necesidad de un cambio de paradigma, aunque nadie
señale qué tipo de modelo es el que ha periclitado.
¿El capitalismo salvaje globalizado? ¿La partitocracia
como sistema pseudo-representativo? ¿El concepto mismo
de desarrollo frente al de calidad de vida? ¿La visión
masculina del mundo como reincidencia en el atolladero de lo Mismo?
Tal vez todo esto y por su orden, pero lo más claro para
mí es el fracaso del pensamiento político y de los
políticos. La guerra como solución y el consumo
como esperanza evidencian esta hipótesis. Las guerras,
jalones de una historia de la política entendida como dominio,
nos alejan de cualquier ilusión evolutiva de progreso.
Esta obligada síntesis un tanto esquemática del
momento actual me sirve de introducción al tema propuesto,
simplemente porque, como escribía Hannah Arendt, “el
pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida
y debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos indicadores
para poder orientarse”1.
Considerando que el Feminismo constituye un pensamiento y una
práctica política, me pregunto si la quiebra actual
no le afecta del mismo modo que a otras posiciones políticas
para las que el mundo actual se ha tornado demasiado complejo
en contraste con las soluciones tan simplistas que se le pretenden
aplicar.
Los seguidores de Kuhn prevén un cambio de paradigma que
siempre acaba por imponerse cuando el desfase entre problemas
y soluciones se hace irreversible. Lo que sucede es que nos pilla
con el paso cambiado después de dos décadas de aplicación
de una política económica de hechos consumados y
un vacío desolador en lo que a teoría se refiere.
Esta conjunción promete decadencia total o imaginativas
respuestas de última hora. Sea lo que sea, no valen regodeos,
repeticiones ni autocomplacencias en lo ya conseguido a fin de
“salvar los muebles” en un naufragio en el que lo
que se debate es la supervivencia. Seguir pensando y actuando
de la misma forma augura el desconcierto en el mundo que viene.
En cuanto a lo que nos ocupa, qué duda cabe de que el feminismo
se ha ido consolidando en el último medio siglo pasado
como un movimiento eficaz en cuanto a su expansión, interculturalidad
e interclasismo, lo que ha supuesto para las mujeres del mundo
un claro avance en relación a su emancipación. Un
duro camino de reformas cualitativamente importantes que han mejorado
la situación de muchas mujeres y que políticamente
ha profundizado la democracia, pero que se ha revelado tremendamente
débil frente a otras prioridades políticas que lo
desbordan en lo que realmente importa.
Las feministas podemos crear un estado de opinión para
que a las mujeres afganas les sea permitido quitarse la burka
o volver a la escuela, pero somos impotentes ante una declaración
de guerra. Podemos lanzar una campaña eficaz contra la
ablación del clítoris en ciertas regiones, pero
nada podemos hacer para modificar las exigencias de los créditos
estructurales que hunden en la miseria a esos mismos países.
Esto indica que el feminismo se ha centrado demasiado en “cuestiones
femeninas” dejando el resto de los asuntos en manos de la
incompetente competencia masculina. ¿Significa esto que
el feminismo per se sólo puede aspirar a ser un movimiento
reformista cuyos límites acaban donde comienzan las grandes
cuestiones de Estado y los destinos del mundo? ¿Tendremos
que refugiarnos en el intimismo de lo personal como reducto al
margen del sistema? ¿O bien una crítica radical
a ese sistema patriarcal nos legitima para crear una política
propia como alternativa global? Veamos el estado de la cuestión.
Del Sujeto fantasmagórico a la ética de rebajas
Un cierto feminismo igualitarista alimentado en los principios
de la Ilustración renuncia de entrada, en aras de esa igualdad,
a la libertad de acción y de creación que propicie
un paradigma que dé cabida a un pensamiento feminista con
alternativas propias.
Este feminismo de la igualdad se ocupa de hacer progresar en la
marcha del mundo, en la política institucional y en la
sociedad los principios ilustrados, pero incluyendo en ellos a
las mujeres. Como si la Historia se hubiera parado dos siglos,
se intenta recomenzar lo que se inició con una carencia
fundamental. Por eso su tema estrella es el del Sujeto, cuya crisis
les produce pavor al pulverizar sus cimientos argumentales, ya
que como declara su principal mentora en España, Celia
Amorós, “El feminismo apuesta por una sociedad de
sujetos –por supuesto, de lo que hemos llamado sujetos verosímiles
y no iniciáticos – en el orden del deber ser”.
Y espera que esta homologación de las mujeres en dicha
categoría nos libere de la jerarquía oprimente de
los géneros, dotándonos de una mayor autonomía
en lugar de la heteronomía del papel asignado. Lo cual
queda muy bien salvo el pequeño detalle de que los sujetos
femeninos acabarán siendo meros fantasmas, libres ¡al
fin! de su propio sexo.
Intentando huir de cualquier esencialismo que sirva de coartada
para marginar a las mujeres, el feminismo igualitarista se arroba
con el desencarnado cogito cartesiano que, libre de particularidades,
se universaliza, independiente ya de su sexo, de su género
y de otras nimiedades para volar por la estratosfera del discurso.
Para Descartes, el ser humano está escindido en cuerpo
y alma, perteneciendo el cuerpo al universo material cuya esencia
es la “extensión”, pero lo que define al alma,
lo que constituye su esencia, es la “razón”
que nos equipara a todos los seres humanos. ¡Eureka! Huimos
de una esencia para caer en otra, pero, eso sí, universal
¡qué alivio! Ahora, las mujeres universalizadas ya
sólo somos razón, una especie de seres fantasmales
y desencarnados, pero “no diferenciadas” dentro de
lo humano. Y el arrobo llega al éxtasis cuando descubren
que Poulain de la Barre utiliza el dualismo cartesiano cuerpo-mente
para fundamentar, en la mente pensante, la igualdad de derechos
de las mujeres. De mujeres sin cuerpo, claro.
Sentadas las bases de una universalidad tan atractiva, sólo
resta fundamentar la individualidad como el otro polo necesario
del ser Sujeto. Muy fácil: Desde el nominalista “principio
de individuación”, que viene nada menos que de la
Baja Edad Media, también se combate el esencialismo porque
únicamente existen las realidades individuales, que en
los seres humanos no se reducen a la sustancia (el cuerpo), sino
que esa sustancia se vuelve Sujeto sin adscripción a una
esencia. Más alquimias para huir de la realidad mostrenca
de un cuerpo que nos pueda diferenciar un ápice de los
varones. En pos del sujeto universal llegamos a la esfera angélica
de espíritus puros en viaje hacia su forma.
La apuesta por una sociedad de sujetos queda así argumentada,
pero este feminismo, que también es una ética, postula
la ética sartriana como la más convincente “en
el orden del deber ser”, cuyo valor definitorio es la trascendencia,
es decir, el ir más allá de lo “dado”,
que son nuestras circunstancias, entre las que se encuentra, casualmente,
la de ser mujer. Esta insistencia comienza a ser tan preocupante
que se me antoja tema de diván.
Ahora bien, sin esencia sin cuerpo sin nada que nos identifique
como mujeres, tan universales y tan individuas ¿cómo
conjugar este proyecto con la necesidad de acción colectiva
propia de cualquier movimiento político? Amelia Valcárcel
recoge el guante para apuntar la primera dificultad, pues el estatuto
de individuas no nos viene así como así: “La
individualidad han de concederla los iguales que atribuyan fundamento
a la voluntad que reconocen”. O sea, que antes de ser individuas
hemos de hacer méritos para que el poder masculino nos
otorgue el estatuto de tales ¡vaya por dios! En cuanto a
la necesidad política de un “nosotras” en la
lucha por la emancipación, las feministas hemos de huir
como de la peste de dos tentaciones en las que podríamos
caer: el esencialismo y el naturalismo. Para evitar tales peligros,
Valcárcel plantea que las mujeres compartimos una gama
infinita de formas de estar en el mundo, una fenomenología,
pero nunca una esencia, lo que también me resulta paradójico,
ya que la fenomenología nos remite a esa situación
de género que tan opresiva les resulta. Sigue discurriendo
que, partiendo del principio ilustrado de que la universalidad
abstracta y formal es de suyo un valor, lo mejor que podemos hacer
como individuas y como “nosotras” es actuar como lo
haría un hombre, ya que “hoy por hoy, es el único
poseedor de la universalidad”, que es lo mismo que decir
que no hay que aspirar a ningún tipo de excelencia ni de
cambio por el mero hecho de ser mujer o de ser feminista, pues
el igualar, aunque sea por abajo, supone ya una superación
del estadio anterior de la desigualdad. Y a esta fantástica
conclusión le llama ingeniosamente “el derecho al
mal”. O sea, una ética de rebajas para andar por
casa.
Pues bien, si la individualidad sólo se adquiere por el
reconocimiento masculino y el modelo de universalidad también
radica en los variopintos comportamientos varoniles, me pregunto
si en lugar de tanta reflexión metafísica y de tantas
servidumbres en la mediación no sería más
fácil un cambio de sexo, que simplificaría muchísimo
las cosas.
Resulta finalmente que la excitante aventura de ser Sujeto se
traduce en la triste renuncia a ser mujeres. Con semejantes presupuestos
igualitarios no me extraña que nos sintamos desarmadas
cuando es el rumbo de la humanidad el que está en cuestión.
Y lo que pongo en duda es que con esos lastres de pensamiento
se pueda plantear siquiera un cambio de paradigma que, para empezar,
no significa pensar cosas nuevas, sino de modo diferente. Tanta
metafísica me temo que ya no nos sirve.
De cómo el rizoma volvió al útero
Ante un panorama tan desolador y partiendo de planteamientos filosóficos
y psicológicos más incardinados en nuestro tiempo,
me parece de lo más lógico que haya surgido un tipo
de feminismo llamado de la diferencia, pues como dice Alessandra
Bocchetti, “La homologación es una fachada que esconde
el drama de no ser, porque no se es verdaderamente de ninguna
parte”2, aunque ello no suponga renunciar a la vocación
universalista que nos incorpora a las mujeres a la Historia: “Probablemente,
la diferencia sexual representa la cuestión más
universal que podemos encarar (...) Esto significa que las mujeres
deben construir un modelo objetivo de identidad que les permita
situarse como mujeres, y no simplemente como madres ni como iguales
en las relaciones con el hombre, los hombres”3. Irigaray
no se refiere aquí a la identidad como a un esencialismo,
sino como a una voluntad de reconocer lo que somos, mujeres, con
un cuerpo que nos diferencia, pero que en ningún caso puede
fundamentar el estigma de la desigualdad. Cualquier movimiento
emancipatorio lucha desde su “hecho diferencial” en
lugar de negarlo. ¿Por qué las mujeres tendríamos
que hacerlo?
Luisa Posada, desde posiciones ilustradas, rebate el proyecto
de la “diferencia sexual” porque ello nos remite a
una taxonomía naturalista de la que no podemos extraer
conclusiones culturales o políticas, lo que sería
cierto si estuviéramos hablando de la polaridad macho/hembra,
pero la misma Simone de Beauvoir nos recuerda que “la humanidad
es algo distinto de una especie; es un devenir histórico,
y se define por la forma en que asume la facticidad natural”4.
Y se escandaliza (Posada) porque el discurso de la diferencia
nos haría entrar en el “ámbito simbólico”.
Pues claro. ¿O es que se puede hablar de lo humano sin
remitirnos a nuestra característica más propia de
“animales simbólicos”? Pero es que Posada no
concibe un pensamiento que no esté fundado en la legitimidad
de la tradición (ilustrada): “Y tal discurso (el
de lo simbólico) para ser explicitado desde el feminismo,
tendría que romper todos sus lazos con los paradigmas y
las categorías de la razón en su historia hasta
el momento”5. Pues de eso se trata. ¿Por qué
esa insistencia en la mediación masculina para seguir pensando
y actuando políticamente? ¿Y por qué continuar
en la línea de una tradición determinada? A la hora
de tener que elegir, existen otras que también nos conducen
a una emancipación que desemboca en la libertad y no en
lo políticamente correcto.
El feminismo de la diferencia parte de la filosofía del
mismo nombre, cuya lógica no es una lógica de los
sujetos, sino de los predicados, porque la vida no trata del ser,
sino del devenir. Con estos presupuestos no es extraño
que el concepto mismo de Sujeto se plantee de modo diferente.
Deleuze utiliza este nuevo concepto de sujeto para cargar contra
un psicoanálisis para el que la historia del sujeto está
edificada sobre el árbol genealógico familiar. Es
como si nuestra aventura de vivir se redujera a actuar en el teatro
del inconsciente, un teatrito doméstico en el que siempre
se representa la misma obra: Edipo. Papá, mamá y
yo. Explorar en las raíces el pasado familiar para alzarse
hasta las ramas de un sujeto predeterminado es un auténtico
aburrimiento además de irreal, pues afortunadamente nuestras
conexiones, deseos o experiencias con infinidad de personas, objetos
y aspectos de la vida aluden a un sujeto no arborescente, sino
rizomático. El rizoma constituye un modelo mucho más
gozoso, vital y abierto a lo imprevisto, a lo desconocido. Sus
múltiples raicillas, que se extienden horizontalmente con
multitud de líneas de fuga, nos posibilitan crear un sujeto
idóneo para explorar la vida en lugar de someternos a los
dictámenes de los complejos familiares. Este sujeto nómada
y real nada tiene que ver con las entelequias ilustradas del cogito
o del “principio de individuación” en busca
de su forma. El nuevo sujeto es de carne y hueso, de deseos y
búsquedas, de fracasos gozosos y victorias pírricas.
Este sujeto es el Sujeto de la vida y no el de la metafísica.
También en esta línea, Luce Irigaray argumenta su
crítica despiadada contra el psicoanálisis tradicional,
pero desde una posición de mujer, desde una posición
de experiencia propia. Irigaray enfatiza que las mujeres hemos
perdido nuestra propia identidad (no común, sino propia)
por haber olvidado nuestra genealogía matriarcalista así
como la relación original con la madre. Como, además,
nuestro mundo simbólico es patriarcal, esto provoca que
las mujeres nos vivamos como seres neutros o en negativo, como
no-varones, ya que carecemos de símbolos que nos vinculen
a nuestra realidad.
En una continuidad de pensamiento, Luisa Muraro reinterpreta lo
que los psicoanalistas llaman el “corte” simbólico
–por el que pasamos de un estado natural de fusión
con la madre al mundo de la cultura y de la significación
a través del lenguaje– como una imposición
que no responde a lo verdadero ni a lo necesario. “Por el
contrario, yo afirmo que el orden simbólico comienza a
establecerse necesariamente (o no se establecerá nunca)
en la relación con la madre y que el ‘corte’
que nos separa de ésta no responde a una necesidad de orden
simbólico”6.
Este salto epistemológico restituye la función de
la maternidad y la figura de la madre al nivel que corresponde
a quien nos enseña algo tan fundamental como vivir, amar
o hablar, realidades que pertenecen al mundo de la cultura y no
sólo de la naturaleza. Muraro arrebata así a la
función paterna el privilegio de introducirnos en el orden
simbólico. Sin embargo, lo que me resulta preocupante es
que la referencia omniabarcante a la madre anule otros referentes
con el mundo que también nos constituyen como sujetos “rizomáticos”
y plurifacéticos. Si bien el feminismo tendría que
re-significar o simbolizar la relación originaria con la
madre como un punto de partida irrenunciable, también es
la madre quien nos lanza al mundo, a la aventura de vivir, porque
cortar el cordón umbilical y enseñarnos a caminar
constituyen igualmente actos simbólicos que han de tener
sus consecuencias y su explicitación. Pero el no incidir
en esta realidad hace que Muraro entienda la política como
una mera mediación entre mujeres sin otras relaciones significantes
con el mundo.
Desde esta posición uterina difícilmente se pueden
plantear propuestas que nos hagan avanzar políticamente.
Así, el proyecto desde un pensamiento de la diferencia
queda abortado. La diferencia sexual pierde su oportunidad de
actuar como lo Otro, como la negación de lo Mismo que niega
a su vez nuestra diferencia como significante.
Una posible línea de fuga ante esta situación puede
ir por los derroteros que señala Rosa María Rodríguez
Magda cuando escribe: “Otro camino a seguir explorando es
el de la asunción de las tematizaciones generales de la
diferencia incluyendo a lo femenino, lo cual no quiere decir necesariamente
hacer un feminismo esencialista de la diferencia, sino recoger
lo positivo de la crítica a lo Mismo, la deconstrucción,
la diferencia, lo diverso... también para las mujeres como
grupo marginado –y de nuevo marginado en las filosofías
de la diferencia–, utilizando los recursos lógicos
y gnoseológicos que aportan dichas tendencias para la construcción
de nuestra identidad genérica”7.
Una tercera posición desde la que poder plantear un nuevo
paradigma, políticamente hablando, se apoyaría en
la crítica radical a un orden simbólico y real que
se repite neuróticamente como lo Mismo sin que una nueva
lógica sea capaz de cortar el nudo gordiano de la dominación.
Sin duda que esa nueva lógica no vendrá desde el
parloteo sideral del cogito, sino desde la experiencia misma con
la radicalidad del ser, es decir, con la madre, porque ésa
es la lógica de la vida, del amor, del devenir en un mundo,
de momento, ajeno. Sin embargo, esa matriz de vida, más
allá de la lógica tradicional, ha de servirnos para
inaugurar un sentido nuevo del Mundo y no para excluirnos de él.
Convertir el significante de la Madre en un fin en sí mismo,
en un útero devorador, impediría cualquier evolución
humana.
Como movimiento político, el feminismo no se libra de la
quiebra general y si quiere seguir siendo, continuar existiendo
significativamente, tendrá que replantear sus posiciones
ante una nueva era cuyo abordaje se encuentra atascado por la
falta de perspectivas. El atender exclusivamente a “cuestiones
femeninas” en orden a la emancipación o la tentación
de huida al reconfortante útero simbólico clausura
sin duda un tiempo de feminismos que prometía transformar
el mundo y cambiar la vida.
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