Estrategia Internacional N° 10
Noviembre/Diciembre  - 1998

EL SIGLO BRITÁNICO Y EL MEDIO SIGLO NORTEAMERICANO

Juan Chingo y Julio Sorel

1 - La época reformista y el "pacífico" siglo británico

La revolución industrial (1770-1830) iniciada primero en Inglaterra, y que luego se expandiera al resto de Europa y a los Estados Unidos, liquidaría el monopolio que ejercía sobre el mundo el imperio holandés. La Armada Británica y las mercancías baratas eran sus armas más poderosas. El orden británico surgido luego de las derrotas de los ejércitos napoleónicos (1815) que intentaban extender el dominio de Francia por toda Europa continental, se extendió no sólo al viejo continente, sino que se aseguró el control de las más ricas colonias. “Jamás en la historia del mundo una sola potencia había ejercido mayor hegemonía que la de Inglaterra a mediados del siglo XIX, pues hasta los mayores imperios o hegemonías del pasado- el chino, el mahometano, el romano- siempre fueron puramente regionales.” (E. Hobsbawm, “Las revoluciones burguesas”).

La hegemonía indiscutida de Inglaterra es lo que aseguraba el equilibrio mundial necesario para su desarrollo capitalista y su extensión a otras zonas del planeta. Este dominio, estaba basado en dos pilares: mantenía un equilibrio de poder en Europa basado en la alianza con las monarquías reaccionarias europeas como las de Rusia, Prusia y Austria, la llamada Cuádruple Alianza. El concierto europeo de naciones surgido del Congreso de Viena en 1814 y el cambiante sistema de alianzas entre los poderes continentales, permitió que ninguno de ellos llegara a ser tan fuerte como para dominar a los otros. Kissinger sostiene que “los estadistas de Viena forjaron la Cuádruple Alianza, destinada a sofocar de raíz toda tendencia agresiva de Francia con fuerzas abrumadoras”. Por otra parte, Gran Bretaña, gracias a su posición insular y el control de los mares, mientras evitaba con esta política que surgiera en Europa un poder que la rivalizara, se aseguraba el acceso privilegiado a las riquezas provenientes del mundo colonial, las enormes transferencias de su dominio en la India, que le permitió adoptar una política de libre comercio que limitaba a las otras potencias europeas en una división mundial del trabajo con Inglaterra como “taller del mundo”.

El orden surgido del Congreso de Viena permitió el más prolongado período de paz en Europa. Durante 40 años no hubo ninguna guerra entre las grandes potencias, y después de la guerra de Crimea en 1854-561 no hubo un conflicto general durante otros sesenta años.“Mientras el equilibrio de poder durante los 150 años que siguieron a la paz de Westfalia se reprodujo mediante una serie interminable de guerras, la dirección británica del equilibrio de poder posterior a la paz de Viena produjo, en palabras de Polanyi, ‘un fenómeno sin precedentes en los anales de la civilización Occidental: los 100 años de paz (europea) comprendidos entre 1815 y 1914’.” (Arrighi, “La globalización, la soberanía estatal y la interminable acumulación del capital”)

Sin embargo, fue precisamente el indiscutido dominio inglés lo que conduciría a partir de entonces a un lento y progresivo proceso de desequilibrio, con el desarrollo capitalista de Europa que engendraba al proletariado de un lado, y la competencia entre las distintas naciones del otro. El desarrollo capitalista con su gran industria había creado al proletariado y empezado a convertir a las grandes masas en un sujeto político en la vida de las naciones, la gran Revolución Francesa había adelantado este proceso; las revoluciones de 1830 lo confirmaban, y en 1848 el proletariado comenzaba a despuntar como un sujeto político independiente. Esta realidad fue lo que unió a las potencias reaccionarias de Europa que encontraron en las fórmulas de Viena una forma de resolver sus disputas sin poner en peligro el status quo frente a la creciente maduración del proletariado como clase social y sus primeros combates2. Este consenso se rompió en el año 1854 cuando las grandes potencias se encontraron en guerra por primera vez desde los tiempos de Napoleón, en la disputa de la decadencia del Imperio Otomano que llevó a Inglaterra (que se mantenía ajena a las disputas en el viejo continente), a Francia y a una vacilante Austria a frenar las ambiciones expansionistas de Nicolás I, zar de Rusia, de conquistar Constantinopla y los estrechos del Bósforo.

Sin embargo esta ruptura temporaria del equilibrio europeo era expresión de que las naciones potencialmente competidoras de Gran Bretaña comenzaban su despegue capitalista y buscaban su espacio en el mercado mundial. Bajo el paraguas raído de la paz de Viena, se iba acumulando una creciente carrera armamentista entre las principales potencias y una carrera por conquistar nuevas áreas para la explotación colonial3.

El orden mundial bajo hegemonía inglesa comenzaba a trastabillar, atenazado entre la intervención revolucionaria de las grandes masas y la competencia de las otras naciones4.

Sin embargo, tras las revoluciones de 1848 que fueron derrotadas entre uno y dos años más tarde, no se abrió un período de crisis capitalista como esperaban Marx y Engels sino que se abrió una enorme expansión del capitalismo industrial y del libre comercio, y la competencia entre Alemania, Austria, Inglaterra, Francia y Bélgica. A su vez, la derrota de la Comuna de París en 1871, dio lugar dos años más tarde a un período que duró aproximadamente hasta 1893 de generalización del colonialismo y de rápido desarrollo de la industrialización de Estados Unidos, Austria-Hungría, Japón, Rusia e Italia. Esta generalización del colonialismo lentificó el declinar de Inglaterra y su orden mundial y permitió que todas las naciones repartieran los beneficios entre sí. Tal es así que desde fines del siglo XIX se dio lo que se llamaría la “segunda revolución industrial” con la máquina de vapor que aceleraría todas las contradicciones, acelerando el proceso de concentración y centralización del capital: el desarrollo de las diversas naciones compitiendo entre sí comenzaría a erosionar el sistema colonial establecido. En este marco, la unificación alemana realizada por Bismarck socavó las bases del equilibrio de poder europeo5. El surgimiento de un coloso en el centro del continente, cuestión que habían tratado de evitar todos los gobernantes franceses desde el surgimiento de los estados modernos, cambió la relación de fuerzas en Europa, señalando el fin del predominio de Francia en el Viejo Continente, como evidenció la humillación francesa en la guerra de 1870-71 y la anexión por Alemania de Alsacia-Lorena y hasta su misma intervención para reprimir la insurrección de París. Por otra parte, como corolario de la unificación alemana, se va a producir el cisma entre el Imperio Austro-Hungaro y Rusia, ya que el primero, frente al surgimiento de Alemania sólo pudo extender sus dominios en los Balcanes, donde chocaba más y más con las pretensiones rusas6.

2 - La I Guerra Mundial y la Revolución Rusa dan nacimiento a la época de "crisis, guerras y revoluciones"

El proceso de concentración y centralización del capital daría nacimiento a los monopolios, al capital financiero y a la exportación de capitales en una carrera desenfrenada de cada potencia por ampliar su dominio tanto dentro como fuera del viejo continente7. Sin embargo, dicha extensión del dominio capitalista fue una respuesta parcial ya que debido a la enorme concentración y centralización de capital, las conquistas de las colonias no podían resolver la enorme contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las fronteras nacionales. Este desarrollo del capitalismo a fines del siglo XIX y principios del XX en capitalismo imperialista, provocó una alteración cualitativa en el cuerpo de la economía, llevando a una penetración directa de la política, esto es, de las fuerzas estatales, en los mecanismos económicos, alterando la competencia, que vendría a ser la característica fundamental del funcionamiento del capitalismo a lo largo del siglo XX. Esta mayor imbricación de los factores económicos y políticos fue dando lugar a que la competencia inter-imperialista adquiriera una forma cada vez más guerrerista y destructiva8. La hegemonía británica que se basó en el dominio de los mares y su extensión colonial llegaba a su fin. Un nuevo reparto debía realizarse. Alemania, Rusia, Japón y Estados Unidos exigían una porción mayor de las riquezas que hasta entonces las viejas potencias coloniales como Inglaterra y Francia monopolizaban. Naciones enteras emergían vigorosas y otras parecían hundirse irremisiblemente. La inestabilidad de los regímenes políticos de cada nación reflejaba en una forma particular la impugnación del orden mundial. Los casos extremos fueron Rusia y Japón. El mundo del s. XX fue alumbrado con la guerra ruso-japonesa de 1904-5 y su corolario la revolución rusa de 1905, antecedentes de lo que diez años más tarde sería la I Guerra Mundial y la Revolución de Octubre en Rusia, seguida de la revolución de Hungría, Alemania, etc, acontecimientos que marcarían la apertura de una nueva época de la historia del capitalismo: la época imperialista, la “época de crisis, guerras y revoluciones”.

Una nueva estratificación del sistema mundial aparecía determinada por el dominio en el mercado mundial de las grandes potencias imperialistas y la lucha por su control: “El capital financiero y la política internacional correspondiente, la cual se reduce a la lucha entre las grandes potencias por el reparto económico y político del mundo, crea una serie de formas de transición de dependencia nacional” (Lenin, “El imperialismo...”), dando lugar a la existencia de países coloniales, centrales y estados dependientes. En estas últimas, el desarrollo evolutivo del capitalismo siguiendo el camino de sus predecesores, el paso de naciones atrasadas a naciones capitalistas avanzadas, tal como había sido el caso de Francia, Alemania y Estados Unidos, con sus diferentes ritmos, etc, estaba cerrado.

El nuevo reparto del mundo culminaría en la I Guerra Mundial, la primer masacre en gran escala de la época imperialista. “El capital financiero y los trusts no atenúan sino que acentúan la diferencia entre el ritmo de crecimiento de las distintas partes de la economía mundial. Y si la correlación de fuerzas se ha modificado, ¿cómo pueden resolverse las contradicciones, bajo el capitalismo, si no es por la fuerza?” (Lenin, ídem.). Efectivamente, la enorme contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las fronteras nacionales, era imposible de ser contenido por acuerdos diplomáticos o por conflagraciones militares localizadas. “No es sorprendente que el primer movimiento en el cuestionamiento del status quo hubiera sido hecho por Alemania, país que al haber asumido el liderazgo industrial de Europa estaba, en consecuencia, en posición de objetar una repartición colonial favorable a Gran Bretaña y Francia por la fuerza de las armas. La perspectiva de unificación del continente bajo el dominio alemán, con todas sus implicaciones para el futuro de las colonias y otros estados independientes, fue una cuestión de interés no sólo para los más inmediatamente afectados, como Gran Bretaña, Francia o Rusia, sino también para las potencias no europeas: Japón y Estados Unidos. En este caso, la intervención de Estados Unidos del lado de la Entente, resultó decisiva para la derrota de Alemania”. (Mandel, ídem)

Sin embargo, esta primer gran conflagración no lograría resolver las contradicciones, permitiendo la emergencia de una nación que resultara claramente victoriosa y lograra hegemonizar bajo su dominio al resto del mundo, dando inicio a un nuevo orden mundial.

Pero lo que impidió que se asentara un nuevo orden mundial sería la conmoción provocada por el gran acontecimiento histórico que fue la Revolución de Octubre. Por un lado, los que ayer estaban envueltos en una carnicería sangrienta se unificaron en una “santa cruzada” contra el bolchevismo. De otro lado, una oleada revolucionaria barrió el planeta tras la Revolución de 1917: los trabajadores de las plantas de tabaco en Cuba, el llamado “bienio bolchevique” en España entre 1917 y 1919, los movimientos estudiantiles en Pekin en 1919, la Semana Trágica en la Argentina, el ascenso del movimiento estudiantil en toda América Latina que difundió y generó partidos marxistas en toda la región, la fase radical en 1917 de la revolución mexicana iniciada en 1910, el movimiento de liberación nacional indonesio Sarekat Islam que se vio fuertemente influenciado por el Octubre rojo, en Australia los pastores saludaron a los soviets como el estado de los trabajadores, la oleada de huelgas políticas y manifestaciones antibelicistas en toda Europa Central, la insurrección alemana en el 19 y el 23, los comités de fábrica italianos en el 22, la revolución china en el 26, las reformas agrarias contra los levantamiento campesinos en Europa, y también como una política preventiva, los 14 puntos de Wilson con su “autodeterminación de las naciones” para establecer un cordón sanitario de naciones anti-comunistas alrededor de Rusia. La idea de un orden mundial estaba liquidada, el espectro de la revolución asediaba el planeta, y las disputas inter-imperialistas no resueltas y la inexistencia de una potencia claramente dominante impedían intentar poner un poco de orden en el mundo, la cruzada de las 14 naciones había resultado infructuosa, incluso Estados Unidos no se había mostrado proclive a la intervención directa. Y ninguna nación podía imponer su “criterio”.

Con el Tratado de Versalles, la imposición de condiciones a Alemania fue el catastrófico resultado del choque de intereses entre Inglaterra y Francia. Francia fundamentalmente quería asegurarse el hundimiento completo y definitivo de Alemania para asegurar su dominio en la Europa continental. Inglaterra creía peligroso para sus intereses la existencia de una Francia fuerte. El Tratado de Versalles, si bien sería humillante para Alemania, no lograría salvar estas “diferencias de criterio”. Tanto Inglaterra como Francia olvidaban los intereses de unos Estados Unidos que parecían alejados de estas disputas, envueltos en su retórica pacifista y de no intervención. El Plan Dawes sería más tarde su ariete. Las naciones imperialistas estaban enfrascadas en su lucha por el nuevo reparto del mundo, ahora con las armas de la diplomacia.

La nación imperialista con más experiencia, Inglaterra, vio esto último con toda lucidez a través de uno de sus representantes intelectuales, Keynes, que ante el ascenso revolucionario criticó el Tratado de Versalles por ser punitorio para las naciones, en vez de recomponer Europa, ante la amenaza de la revolución en ascenso. Es que las consecuencias abiertas por la onda expansiva de la Revolución de Octubre habían cambiado “el significado de la guerra internacional para la burguesía. Desde el principio el nuevo arreglo entre vencedores y vencidos estuvo dominado por el deseo de las clases dominantes de prevenir la difusión de la revolución, especialmente hacia Alemania. Los imperialistas americanos, británicos e incluso franceses, no se arriesgaron a desarmar completamente a sus rivales alemanes, para que la clase trabajadora germana no tomara el poder. Ciertamente entre Noviembre de 1918 y Octubre de 1923, el Reichswehr (el ejército - NdeR) era la única fuerza real que defendía el debilitado orden capitalista en Alemania. La contradicción del Tratado de Versalles era que los vencedores querían debilitar el capitalismo alemán sin realmente desarmarlo y, al mismo tiempo, que conservara intacto su poder industrial. Esto hizo inevitable su rehabilitación militar”. (E. Mandel, ídem)

La Europa descompuesta tras la guerra, dejaba sin embargo en mejor relación de fuerzas a Estados Unidos. L. Trotsky, en su “Europa y América” (1924), tras describir una crisis que atacó a la economía doméstica de Estados Unidos por aquel entonces, decía: “Como consecuencia, el capital financiero norteamericano ha enviado sus representantes a Europa a concluir el negocio que empezó, de manera tan sólida, con la guerra y continuó con el tratado de Versalles, el negocio de degradar y esclavizar económicamente a Europa.

“¿Qué quiere el imperialismo norteamericano? ¿qué es lo que busca? Se nos dice que la estabilidad, que quiere restaurar el mercado europeo, que quiere hacer solvente a Europa. ¿Cómo? ¿con qué medios? ¿y en qué grado? Después de todo, el capitalismo norteamericano no puede dar a Europa capacidad de competencia; no puede permitir que Inglaterra, o todavía más Alemania o Francia, especialmente Alemania, recuperen los mercados mundiales, mientras el capitalismo estadounidenese se encuentra cercado, ya que ahora es un capitalismo exportador, tanto de consumo como de capital. El capitalismo norteamericano busca la dominación mundial, establecer una autocracia imperialista sobre el planeta. Esto es lo que quiere. ¿Qué hará con Europa? Debe pacificarla, dicen. ¿Cómo? Bajo su dirección. ¿Y qué significa esto? Significa que se permitirá la recuperación de Europa, pero dentro de unos límites marcados de antemano, asignándole determinadas regiones restringidas del mercado mundial”.

Dawes, con su plan en un bolsillo y algunos miles de millones de dólares en el otro, lograría efectivamente una relativa estabilización de Europa. La intervención de los estados en la vida económica de las naciones comenzaba a ser decisiva. Pero no fue más que un momento pasajero que incubaba nuevas catástrofes para estos convulsionados años. El crecimiento de Europa se realizaría en base a un endeudamiento creciente, sus industrias producirían con una productividad menor a la de la industria norteamericana que crecía abasteciendo a Europa y lubricada con la entrada de los intereses de la deuda europea y las remesas de sus filiales, comenzando a generar una burbuja especulativa irrefrenable en la bolsa de Wall Street. Se había generado un equilibrio mundial inestable, con el peso de la balanza más inclinado hacia los Estados Unidos, pero sin llegar a establecer su dominio en el mundo.

3 - La II Guerra Mundial prueba que no hay camino pacífico a un nuevo orden mundial de dominio

La crisis de 1929 dio por finalizada y enterrada la época del “laissez faire” definitivamente. La libre competencia entre las naciones no tenía lugar en un mundo desgarrado por la rapiña imperialista, como ya la I Guerra Mundial había demostrado. Pero los meros planes pacíficos, económicos, diplomáticos, ensayados tras la gran contienda mundial no podían resolver de ningún modo esta situación. El dólar tenía que dominar por sobre la libra, los monopolios norteamericanos por sobre los europeos, y en Europa los alemanes por sobre los ingleses, los capitales estadounidenses tenían que imponer sus condiciones a las semicolonias y no ya los capitales ingleses. Sin embargo, ni aún Estados Unidos, ni Alemania, podían establecer “su equilibrio” mundial. El capitalismo no podía seguir funcionando como hasta entonces. Y no lo hizo. La crisis de 1929 se transformó en una crisis general del capitalismo.

A diferencia de Inglaterra en el s. XIX y hasta 1914, Estados Unidos no podía asumir una “función estabilizadora”9. Terminada la coyuntura internacional favorable y la fácil obtención de créditos extranjeros, el coloso económico alemán se vio estrangulado; el advenimiento del nazismo, el empleo sin escrúpulos del gasto público, la militarización y la preparación para la II Guerra Mundial, resolvieron al mismo tiempo el problema de la desocupación y de la reactivación, las inversiones y las ganancias. Los Estados Unidos, cuyo “boom” del período de los años ‘20 recibió un gran impulso de su mercado interno en gran parte de las inversiones en construcción y en la industria del automóvil, el crack y la gran depresión de los ‘30 que lo golpeó fuertemente, implicó un cambio de estrategia que, a pesar de su aislacionismo, irremediablemente lo llevó a la guerra. El mismo Japón fue fuertemente golpeado por esta crisis afectando seriamente la caída de los precios de sus productos de exportación, como la seda, en el mercado norteamericano y las medidas proteccionistas que le siguieron. “A un nivel más profundo, el conflicto americano-japonés estuvo alentado por la grave crisis económica de 1929-32 en ambos países. Nació de la percepción de que una solución a largo plazo implicaba una ruptura decisiva con el aislamiento económico (un cambio en el desarrollo centrado en el mercado nacional) y de ahí la necesidad de lograr para sí mismo (o negar a otros) inserción estratégica en el mercado mundial por la vía de la hegemonía sobre una parte sustancial del mundo, como un paso necesario hacia la trayectoria hacia el dominio mundial”. (E. Mandel, ídem.).

El crack del ‘29 y la gran depresión pusieron de manifiesto que la contradicción entre el brutal desarrollo de las fuerzas productivas que sobrepasaban los límites de los estados nacionales, no se contentaba más con la estructura política de los estados nacionales. La nueva jerarquía del mundo llevaba a una nueva confrontación de las potencias que se habían consolidado como Japón, Alemania y Estados Unidos, jugando en este caso, Francia e Inglaterra, un rol de imperialismo secundario.

Sin embargo, el camino a la guerra en la época de la revolución proletaria abierta por la Revolución de Octubre, estaba inseparablemente ligado a un avance de la contrarrevolución ya que sólo con su frente interno “domesticado” las potencias imperialistas podían marchar a la guerra. Por eso el camino a la misma estuvo precedido por la derrota de la revolución china en 1927, el surgimiento del fascismo en Italia en los años ‘20 y ‘30, la caída de la República y la guerra civil española, el desvío de la huelga general francesa con el Frente Popular francés en 1936 que culminó en la República de Vichy, el fracaso de la huelga general británica en 1926 y el control de la burocracia de la CIO sobre el despertar de la clase obrera norteamericana. Y lo más importante de todo, cada retroceso de la revolución mundial fue aislando más y más al estado obrero ruso, que aunque pudo sobrevivir a los embates de la economía mundial imperialista, no evitó su degeneración, consolidándose mediante una guerra civil de la burocracia stalinista contra la clase obrera y su vanguardia revolucionaria el Partido Bolchevique. “La resistencia de las clases obreras a la tendencia hegemónica de la burguesía y la joven república soviética, que sobrevivió a pesar de los esfuerzos concentrados de las potencias imperialistas para destruirla, constituyeron formidables obstáculos en la prosecución de los designios imperialistas, especialmente para el capital europeo. Ambas tenían que ser, si no eliminadas, por lo menos neutralizadas antes que cualquier potencia imperialista pudiera contemplar seriamente la idea de empezar otra guerra internacional. La historia de la preparación y desencadenamiento de la II Guerra Mundial es, por tanto, no sólo la de una creciente diferenciación explosiva de intereses (nacionales) regionales de la burguesía mundial, sino también de sus sostenidos y más o menos afortunados esfuerzos para eliminar esos obstáculos. En otras palabras, es también una historia de contrarrevolución”. (E. Mandel, ídem.)

Para esto fue decisivo el rol de la socialdemocracia y del stalinismo. La primera votando los créditos de guerra en la primer carnicería imperialista. Posteriormente su traición a la revolución alemana, el asesinato de la izquierda revolucionaria encabezada por Liebknecht y Rosa Luxemburgo, impidió que el proletariado más fuerte derrumbara al orden burgués en el país más poderosos de Europa. Ya junto al stalinismo en los ‘30, permitieron que el proletariado alemán aceptara sin luchar el ascenso del nazismo y este último jugó un rol clave como quinta columna de la revolución española. En otras palabras, el camino a la II Guerra Mundial fue el precio que la humanidad debió pagar por el atraso de la revolución proletaria, como consecuencia del rol siniestro de las dos internacionales obreras existentes. Es que, “porque desde entonces las guerras de mediados del siglo XIX entre las grandes potencias han conducido a la revolución, o al menos a la reforma drástica en el lado perdedor, la clase dominante de los estados imperialistas, de manera individual o colectiva, forzosamente también aprendió a manejar la contrarrevolución. Aquí el momento histórico decisivo fue el año 1914. La abdicación de grandes fracciones de los estratos dirigentes del movimiento obrero y de los sectores clave de la intelectualidad liberal, ante el colonialismo, el imperialismo y la guerra, significaron una aceptación de la violencia, las matanzas, el nacionalismo y el racismo, así como de la restricción de los derechos civiles y de la clase trabajadora (es decir, una aceptación de la inestabilidad de los logros civilizadores de muchas generaciones) por motivos de la Realpolitk dictada por las burguesías nacionales.” (E. Mandel, idem.) Este “manejo” de la contrarrevolución se tornó una necesidad aguda del capitalismo mundial en su fase imperialista no sólo en los períodos de lucha aguda entre las potencias imperialistas, sino que pasaría a constituir en el orden de Yalta un elemento decisivo para permitir el nuevo orden de dominio, bajo la hegemonía indiscutida del imperialismo norteamericano.

4 - El salto en la traición del stalinismo consolidó la hegemonía norteamericana

Con el fin de la II Guerra Mundial, tras la derrota de los imperialismos alemán y japonés y el agotamiento de los imperialismos aliados, los Estados Unidos emergerían como el claro vencedor en la nueva, y definitiva por espacio de varias decadas, contienda interimperialista mundial. Pero este nuevo orden mundial sólo se pudo consolidar tras la derrota de una segunda oleada revolucionaria, que marcó el salto en el rol contrarrevolucionario del stalinismo, como un pilar indispensable de ese orden, permitiendo la hegemonía de Estados Unidos entre las naciones imperialistas, basada en su supremacía económica y militar.

Sin embargo, no era esa la situación inmediata del mundo finalizada la guerra. Estados Unidos aún debería mostrar su supremacía e imponer su propio orden10. Y efectivamente, tras la II Guerra Mundial, una segunda oleada revolucionaria azotó al mundo, y esta vez, así como la guerra, sería de carácter mundial, envolviendo no sólo al centro sino también a la periferia. En Europa, la resistencia anti-nazi, el levantamiento de París en 1944, los partisanos italianos marchando, masas de obreros y campesinos con sus banderas rojas de la revolución, Yugoslavia, Albania, Grecia. En Asia, la revolución china de 1949. El ascenso radicalizado de la clase obrera japonesa en 1949. El viejo sistema colonial se quebró: el movimiento “Quit India” del Congreso Nacional Indio en 1942, Siria y Líbano consiguieron su independencia en 1945, la India y Pakistán en 1947, Birmania, Ceilán (Sri Lanka), Palestina e Indonesia (Indias Orientales Holandesas) en 1948, Filipinas en 1946.

Sin embargo, lo novedoso de este período es que a pesar de las enormes consecuencias que había tenido la II Guerra Mundial, mucho más desastrosas y globales con respecto a la I Guerra, fue que al menos en los países centrales, los Estados Unidos pudieran evitar la caída del orden burgués y reestablecer la estabilidad en un breve tiempo, menor incluso que en relación a la I Guerra Mundial. Durante toda la guerra la política norteamericana trató de responder a dos objetivos: liquidar a los imperialismos rivales que cuestionaban su dominio, al mismo tiempo que evitar el triunfo de la revolución proletaria, al menos en Occidente. Lo cualitativo para lograr esto fue el salto en el rol contrarrevolucionario del aparato stalinista mundial y de la utilización a fondo por el imperialismo de sus servicios. El Kremlin, que había utilizado la entrega de procesos revolucionarios antes de la guerra, en forma defensiva, con el fin de “salvar” a la URSS y el “socialismo en un solo país”, en este cambio de la relación de fuerzas, en esta situación ofensiva en que habían quedado las fuerzas revolucionarias en Europa Occidental conjuntamente con el avance del Ejército Rojo prestaría su inestimable servicio para salvar al imperialismo europeo. Su rol traidor fue comparable al de la socialdemocracia al fin de la I Guerra Mundial, un anticipo del rol que se prestaba a jugar en la configuración del nuevo orden de dominio bajo la batuta norteamericana. Esta evolución del Kremlin y el salto en el manejo de la contrarrevolución por el imperialismo, frente a las consecuencias calamitosas de la guerra, es bien retratado por Claudín cuando plantea que: “Colocada ante la inexorable necesidad de derrotar a Alemania para proteger sus intereses vitales, la alianza anglo-americana tuvo que explorar otra vía susceptible de conciliar la derrota alemana con la salvaguardia del capitalismo europeo: la vía de un compromiso de largo alcance con el estado soviético y el movimiento comunista. Su posibilidad se había esbozado en el período del Frente Popular, pero a la primera comprobación relevante y alentadora para el capitalismo, de hasta dónde los jefes soviéticos estaban dispuestos a llegar en ese camino, fue el pacto germano soviético, en aras del cual el Kremlin no había vacilado en imponer a los partidos comunistas el abandono de la táctica anti-fascista. No obstante, tampoco esta experiencia era concluyente, porque el gobierno soviético había ido al pacto con Alemania en posiciones de debilidad; no permitiría preveer cuál sería su comportamiento en posiciones de fuerza, en el contexto de una derrota alemana. A los anglo-norteamericanos no les quedaba otra solución, de todas maneras, que intentar esa vía, combinándola, desde luego, con una astucia elemental: procurar que la URSS se desgastara lo más posible en el duelo con Alemania. La experiencia demostró, como hemos visto, que el compromiso buscado por Londres y Washington era perfectamente posible. Gracias a él pudieron superar la contradicción latente entre sus principales objetivos europeos: la derrota de Alemania y la prevención de la revolución continental. Tuvieron menos fortuna en Asia, pero no por culpa de Stalin.” (“La crisis del movimiento comunista”).

Sobre estas bases pudo establecerse un nuevo “orden mundial”, que desde la declinación de Inglaterra en 1914 el sistema imperialista no lograba establecer. Los pilares de este orden descansaron sobre tres factores: la hegemonía norteamericana basada en su abrumadora ventaja económica, en producción y en productividad y al hecho que su infraestructura económica no sólo no había sido afectada por la guerra (a diferencia del estado de destrucción en que habían quedado los imperialismos competidores), sino que tuvo un crecimiento espectacular durante la misma. Sobre estas bases Estados Unidos pudo reconfigurar el sistema internacional de estados a su manera. El plan Marshall fue un elemento clave en esta reconfiguración. A cambio de la reconstrucción europea, con eje en una Alemania vigorosa económicamente11, y más tarde japonesa, Estados Unidos pudo establecer un sistema de alianzas con los países imperialistas que se estructuró, ya al calor de la guerra fría en la OTAN, sobre la cual descansaba su hegemonía. En el terreno diplomático, estos acuerdos dieron lugar a las Naciones Unidas y en el plano económico Estados Unidos estableció los arreglos institucionales que dieron origen al GATT, al FMI, al Banco Mundial y al sistema de Bretton Woods, que permitieron la expansión de las corporaciones norteamericanas en todo el mundo. Todas estas instituciones tenían detrás de sí unos Estados Unidos fuertes económica y políticamente capaces de sostener la estabilidad de este orden mundial.

Tal como lo había pronosticado Trotsky, Estados Unidos quería “recuperar” a Europa, pero bajo su dominio. La primera respuesta, tímida, de los imperialismo europeos, fue la creación de la Comunidad Europea: “Lo mejor que los franceses podían hacer era vincular los asuntos de Alemania Occidental y de Francia tan estrechamente que resultara imposible un conflicto entre estos dos adversarios. Así pues, los franceses propusieron su propia versión de una unión europea, la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (1951), que luego se transformó en la Comunidad Económica Europea (1957) (...) La Comunidad Europea se formó como alternativa a los planes de integración europea de los Estados Unidos.” (Hobsbawm).

En segundo lugar y como elemento central de este orden de dominio, fue el nuevo rol de la URSS, ya no sólo en el período posterior a la guerra, sino como co-garante del mismo. Si durante el siglo XIX el orden de dominio británico se basó en la alianza con las potencias reaccionarias como Prusia, el Imperio Austro Húngaro y Rusia, lo nuevo del siglo XX, la época de la revolución proletaria, es que el mantenimiento del orden mundial sólo puede hacerse corrompiendo a las direcciones de las clases enemigas que de subversivas del orden imperialista pasan a coexistir pacíficamente con éste contra la revolución proletaria. Esta es la singularidad más importante del orden de Yalta, una prueba de la sobrevivencia del capitalismo que aún en el período de su mayor expansión sólo puede mantener su dominio no por su fortaleza orgánica sino por la cooptación y corrupción de los estados mayores de su sepulturero. Esto se expresó en el orden de Yalta y Postdam y en la división de zonas de influencia que las dos superpotencias se reservaron, que se combinó con la retórica de la guerra fría y el Telón de Acero, cambiando el discurso, primero con Stalin en 1952 (guerra de Corea) y luego abiertamente con Krushev (crisis de los misiles). Su funcionamiento, en líneas generales, sin mencionar las fricciones que se desarrollaron a lo largo del mismo es bien resumido por Wallenstein cuando plantea que: “el arreglo entre Estados Unidos y la URSS es bien conocido y bastante sencillo. La URSS podía hacer lo que quisiera dentro de su zona del este de Europa (es decir, crear regímenes satélites). Se establecieron dos condiciones de trabajo. Primero, las dos zonas observarían absoluta paz entre los estados y se abstendrían de cualquier intento de cambiar o subvertir los gobiernos de la otra zona. Segundo, la URSS no esperaría ni recibiría ayuda de Estados Unidos para su reconstrucción económica. La URSS podría tomar todo lo que quisiera de Europa Oriental, mientras el gobierno de Estados Unidos concentraría todos sus recursos económicos (vastos pero no ilimitados) en Europa Occidental y Japón. Este arreglo como sabemos, funcionó maravillosamente bien. En Europa hubo paz absoluta. Jamás hubo una amenaza de insurreccioón comunista en Europa Occidental (con excepción de Grecia donde la URSS minó y abandonó a los comunistas griegos). Y Estados Unidos nunca dio el menor apoyo a los múltiples esfuerzos de estados del este europeo por debilitar o eliminar el control soviético (1953-56, 1968, 1980-81)” (“Después del liberalismo”).

La estabilidad que este arreglo trajo a Europa, que tanto en el siglo XIX como hasta la mitad del siglo XX, fue el escenario desencadenante de múltiples guerras, incluidas dos guerras mundiales, y de numerosos procesos revolucionarios, es bien resumido en 1958, desde una visión liberal, por el conocido filósofo y politólogo francés Raymond Aron: “La situación actual de Europa es anormal o absurda. Pero es muy clara, y todo el mundo sabe dónde está la línea de demarcación y nadie teme mucho a lo que pudiese ocurrir. Si algo sucede del otro lado de la cortina de hierro -y tenemos la experiencia de hace un año (por Hungría-NdeR)- nada ocurre de este lado. Y, con razón o sin ella, tan clara partición de Europa nos parece menos peligrosa que cualquier otro arreglo”. (citado en las memorias de George F. Kennan, el arquitecto de la política de “contención” de la guerra fría).

Por último y en tercer lugar, el orden de dominio norteamericano se caracterizó no sólo por la acumulación de un arsenal nuclear que conjuntamente con el soviético podía destruir varias veces el planeta, pero que paradójicamente actuó políticamente como un gran contenedor de las disputas entre los Estados Unidos y la URSS, sino que lo más importante fue una presencia militar directa del imperialismo norteamericano sin precedentes. Es que a diferencia de Europa, el orden de dominio norteamericano fue constantemente cuestionado desde el mundo semi-colonial donde la existencia de procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios fue una constante. “La lejana y extensa red de bases semi permanentes en el extranjero mantenida por los Estados Unidos en la era de la guerra fría, en palabras de Krasner, no tenía precedentes históricos; ningún estado había colocado anteriormente sus propias tropas sobre territorio soberano de otros estados en una cantidad tan amplia durante un período de paz tan largo” (Arrighi, ídem.).

Todos estos elementos permitieron el orden de dominio norteamericano y el llamado “boom” de posguerra (ver EI Nº 7). Sin embargo, para 1970 los Estados Unidos empezaban a alcanzar los límites de su poderío. La declinación de sus reservas de oro lo obligaron a liquidar unilateralmente su paridad con el oro. El crecimiento económico de Alemania y Japón había sido tan importante, paradójicamente gracias a la ayuda norteamericana, comenzando a superar los niveles de productividad del capital norteamericano, como abastecedores también de la guerra de Vietnam y de Corea, y convirtiéndose en actores importantes en el mercado mundial dominado hasta entonces predominantemente por Estados Unidos. Por su parte Vietnam comenzaba a mostrar que la declinación no era sólo económica sino que estaba en cuestión el rol de los Estados Unidos en el mundo. Y por último y más importante, el ensayo general de 1968-76 contra los dos pilares del orden de Yalta, los Estados Unidos y la URSS y sus satélites los partidos stalinistas, comenzaron a socavar a este orden de dominio. Kissinger, que participó directamente del gobierno de Nixon tratando de lograr una salida ordenada del fracaso norteamericano en Vietnam, señala este punto de inflexión del dominio norteamericano: “Para Nixon, el angustioso proceso de sacar de Vietnam a los Estados Unidos había sido a fin de cuentas un esfuerzo por mantener la posición del país en el mundo. Aún sin ese purgatorio, habría sido necesario una gran revaluación de la política exterior norteamericana, pues se acercaba a su fin la época del predominio norteamericano casi total en el escenario mundial. La superioridad nuclear de los Estados Unidos iba reduciéndose, y su supremacía económica ya era desafiada por el dinámico crecimiento de Europa y de Japón, restaurados ambos con recursos norteamericanos y protegidos por garantías de seguridad de Estados Unidos. Lo de Vietnam finalmente mostró que ya era hora de revaluar el papel de Estados Unidos en el mundo en desarrollo y de encontrar algún terreno firme entre la retirada y la expansión excesiva”. (“La diplomacia”)

El orden norteamericano comenzaba a ser carcomido y paradójicamente, la “revaluación” de la política norteamericana que llevó a comienzos de los ‘80 con el reaganismo al debilitamiento de su principal enemigo-sostén, la URSS, lo haría entrar en crisis definitiva, apareciendo como la única potencia realmente subsistente pero centralmente impotente frente al “desorden” mundial generalizado, veinte años más tarde en 1989, con la caída del Muro de Berlín y con éste, del orden de Yalta.

5 - Adiós al "corto orden de dominio indiscutido norteamericano"

Hemos intentado demostrar cómo el siglo XX lejos de ser, como opina Hobsbawm, un “siglo XX corto”, se extiende al siglo XXI. La razón de esto es que lejos de desaparecer, se han agudizado las causas que han llevado a que este siglo sea el más revolucionario de la historia de la humanidad: la época de descomposición del capitalismo, el imperialismo, y de la revolución proletaria. Ha sido esa maravilla de la historia, esa gigantesca, concentrada y poderosa clase social, la clase obrera mundial, la que, aunque aún no ha podido por la crisis de dirección revolucionaria sacarse de encima el dominio del capital y con esto la explotación del hombre por el hombre, ha acelerando los tiempos de la historia, ha impedido que los órdenes de dominio mundiales se extiendan por siglos, como en el pasado fue el imperio holandés o los cien años de dominio británico en la época de desarrollo orgánico del capitalismo. Lo que se ha ido para siempre no es el siglo XX sino el “corto orden de dominio indiscutido norteamericano”. Se abre un período de exacerbación de la lucha de clases y de las disputas interimperialistas a nivel mundial, una agudización de la época de “crisis, guerras y revoluciones”, como demostramos en el artículo precedente.

NOTAS
(1) Esta guerra enfrentó a Rusia con el resto de las potencias europeas, y fue seguida, en Rusia, por la emancipación de los siervos en 1861.
(2) La Santa Alianza, limitada a las tres monarquías del Este: Prusia, Austria y Rusia, “unió a los monarcas conservadores para combatir la revolución, pero también los obligó a actuar sólo de común acuerdo ... la razón de que el acuerdo de Viena hubiese funcionado durante cincuenta años fue que las tres potencias del Este habían considerado su unidad como la barrera esencial ante el caos revolucionario y el dominio francés en Europa ... El llamado concierto de Europa implicaba que las naciones que competían al mismo nivel resolverían por consenso las cuestiones que afectaran la estabilidad general”. (Kissinger, “La diplomacia”). La conciencia del peligro que la amenazante entrada de las masas en escena frente a la revolución de 1848, es graficada, entre otros documentos, en la correspondencia secreta de Nicolás I, zar de Rusia: “en carta del 18-1-48, le dice al rey de Prusia que se aproximan ineluctablemente ‘terribles desgracias’ y sólo ‘acciones, no palabras’ pueden salvar a Europa. Acoge favorablemente la propuesta de Metternich de crear en Viena, con representantes de Austria, Prusia y Rusia, un organismo especial encargado de seguir al día el desarrollo de los acontecimientos europeos. Y en un documento sobre la situación internacional de ese mismo mes de enero de 1848, el zar se declara presto a intervenir en los asuntos alemanes en caso de revolución: ‘... en nombre de nuestros intrereses es preciso intervenir con decisión contra el mal, el cual nos amenazaría a nosotros mismos, y unir bajo nuestras banderas todos los que permanezcan fieles al orden. Este papel le conviene a Rusia, yo lo asumo y con ayuda de Dios saldré al encuentro del peligro invocando la justicia y rogando a Dios’.” ( Claudín, “Marx, Engels y la revolución de 1848”).
(3) Después de Crimea, “se mantuvo la paz otros cincuenta años, pero con cada década se multiplicaban las tensiones y se intensificaban las carreras armamentísticas”. (Kissinger, ídem).
(4) “No obstante, el futuro declinar de Inglaterra era ya visible. Observadores inteligentes como Tocqueville y Haxthausen, ya predijeron en 1830 y 1850 que la extensión y los recursos de los Estados Unidos y Rusia no tardarían en hacer de ambos países los gigantes gemelos del mundo. Dentro de Europa, Alemania -según predijo en 1844 Engels- pronto sería también una peligrosa competidora. Sólo Francia se había apartado de la competencia en la hegemonía universal, aunque esto no era tan evidente que calmara las sospechas de los estadistas británicos y de otros países. En resumen, el mundo de los años 1840-1850 carecía de equilibrio.” ( Hobsbawm, “Las revoluciones burguesas”).
(5) Engels previamente a la revolución de 1848 había predicho las consecuencias de tal acontecimiento: “La conquista del poder político por la burguesía prusiana cambiará la situación política en el conjunto de los países europeos. Se vendrá abajo la alianza de los estados nórdicos. Austria Y Rusia, los principales opresores de Polonia, quedarán totalmente aisladas (...) El paso de las tres cuartas partes de Alemania desde el campo de la inerte Europa Oriental al de la dinámica Europa Occidental modificará radicalmente la relación de fuerzas en Europa”.
(6) ”El concierto de Europa estaba en realidad hendido por un conjunto de animosidades: la enemistad entre Francia y Alemania y la creciente hostilidad entre el Imperio Austro-Hungaro y el ruso”. (Kissinger, idem.).
(7) Según Mandel, entre 1876 y 1914, las potencias europeas se las arreglaron para anexarse unos 11 millones de millas cuadradas de territorio principalmente en Asia y Africa.
(8) “Con el surgimiento de grandes corporaciones y cartels- es decir, con el advenimiento del capitalismo monopolista -esta competencia asumió una nueva dimensión. Se hizo cualitativamente más económico-política y, por lo tanto, económico-militar. Lo que estaba en juego ya no era el destino de negocios que representaban decenas de miles de libras o cientos de miles de dólares. Ahora lo que estaba comprometido eran los gigantes industriales y financieros cuyo capital alcanzaba hasta decenas y cientos de millones. Por consiguiente, los estados y sus ejércitos se involucraron cada vez más directamente en esa competencia, lo cual se convirtió en rivalidad imperialista por egresos destinados a la inversión en nuevos mercados, por el acceso a materias primas baratas o raras. El espíritu de destrucción que tenía esta competencia se hizo cada vez más pronunciado en medio de una creciente tendencia hacia la militarización y su refracción ideológica la justificación y glorificación de la guerra”. (E. Mandel, “El significado de la Segunda Guerra Mundial”).
(9) Según Hobsbawm, “el análisis económico debe centrarse en dos aspectos. El primero es la existencia de un desequilibrio notable y creciente en la economía internacional, como consecuencia de la asimetría existente entre el nivel de desarrollo de los Estados Unidos y el del resto del mundo. El sistema mundial no funcionaba correctamente -puede argumentarse- porque a diferencia de Gran Bretaña, que había sido su centro neurálgico hasta 1914, Estados Unidos no necesitaba al resto del mundo. Así, mientras Gran Bretaña, conciente de que el sistema mundial de pagos se sustentaba en la libra esterlina, velaba por su estabilidad, Estados Unidos no asumió una función estabilizadora de la economía mundial. Los Estados Unidos no dependían del resto del mundo porque desde el final de la I Guerra Mundial necesitaban importar menos capital, mano de obra y nuevas mercancías, excepto algunas materias primas (...) El segundo aspecto destacable de la Depresión es la incapacidad de la economía mundial para generar una demanda suficiente que pudiera sustentar una expansión duradera (...) Como tantas veces ocurre en las economías de libre mercado durante las épocas de prosperidad, al estancarse los salarios, los beneficios aumentaron de manera desproporcionada y el sector acomodado de la población fue el más favorecido. Pero al no existir un equilibrio entre la demanda y la productividad del sistema industrial, en rápido incremento en esos días que vieron el triunfo de Henry Ford, el resultado fue la sobreproducción y la especulación. A su vez, éstas desencadenaron el colapso.” (E. Hobsbawm, “Historia del s.XX”).
(10) “La mayoría de los observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave, incluso en los Estados Unidos, por analogía con lo que había sucedido tras el fin de la I Guerra Mundial (...) Si Washington esperaba ‘serias alteraciones de posguerra’ que socavasen la ‘estabilidad social, política y económica del mundo’ era porque al acabar la guerra los países beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos, eran mundos en ruinas habitados por lo que los norteamericanos les parecían poblaciones hambrientas, desesperadas y tal vez radicalizadas, predispuestas a prestar oídos a los cantos de sirena de la revolución social y de políticas económicas incompatibles con el sistema internacional de libertad de empresa (...) Además, el sistema internacional de antes de la guerra se había hundido, dejando a los Estados Unidos frente a una URSS comunista enormemente fortalecida que ocupaba amplias extensiones de Europa”. (E Hobsbawm, ídem.)
(11) “Por suerte para los aliados de los norteamericanos la situación de la Europa Occidental en 1946-47 parecía tan tensa que Washington creyó que el desarrollo de una economía europea fuerte, y algo más tarde de una economía japonesa fuerte, era la prioridad más urgente y, en consecuencia, los Estados Unidos lanzaron en 1947 el plan Marshall, un proyecto colosal para la recuperación de Europa. A diferencia de las ayudas anteriores, que formaban parte de una diplomacia económica agresiva, el plan Marshall adoptó la forma de transferencias a fondo perdido más que de créditos (...) Tampoco estaban los Estados Unidos en condiciones de imponer a los estados europeos su ideal de un plan europeo único, que condujera a ser posible hacia una Europa unida según el modelo estadounidense en su estructura política, así como en una floreciente economía de libre empresa. Ni a los británicos, que todavía se consideraban una potencia mundial, ni a los franceses que soñaban con una Francia fuerte y una Alemania dividida, les gustaba. No obstante, para los norteamericanos, una Europa reconstruída eficazmente y parte de la alianza antisoviética que era el lógico complemento del plan Marshall - la OTAN de 1949- tenía que basarse, siendo realistas, en la fortaleza económica alemana ratificada con el rearme de Alemania”. (Hobsbawm, ídem.)