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La guerra desgarró a Occidente
Autor: André Glucksmann
Fuente: Clarín
Fecha: 15/04/2003

Título Original:

http://www.clarin.com.ar
Traductor: Cristina Sardoy

Parte de Europa, Rusia y China no avalaron la entrada en Irak. Pero su tímida defensa de la no injerencia y de las soberanías estatales terminó beneficiando a los EE.UU.

Apenas iniciada la guerra se encendió el debate en torno de ... la posguerra.

¿Qué papel deberá desempeñar la ONU? ¿Quién pagará los platos rotos? ¿Quién se adjudicará los contratos de la reconstrucción? La controversia sería surrealista si no expresara indirectamente una incertidumbre fundamental: ¿y la fractura Occidente-Occidente? ¿Es un simple obstáculo en la solidaridad transatlántica o presagio de una inesperada inversión de alianzas?

La OTAN es un vestigio, Europa se libera de la tutela estadounidense, ya no hay un enemigo común para reunir a los bebedores de vino y los amantes de la Coca-Cola. En París y en Berlín parecería más correcto entenderse con el posmoderno Putin que con el fundamentalista Bush.

Francia-Alemania-Rusia-China-Siria, el "bando de la paz", canta a coro la gran melodía del "derecho" contra la fuerza. Moscú se lleva las palmas de la hipocresía: único Estado que puede jactarse actualmente de haber arrasado íntegramente una capital. Pekín saquea el Tíbet. Siria ocupa el Líbano. Alegre compañía que glorifica, bajo la apelación de "ley internacional", el derecho ilimitado de un Estado de hacer lo que le plazca en sus tierras.

Cada uno es rey en su casa, y a cada carnicero su tropa y sus mataderos. Reducido al principio de soberanía absoluta, el derecho internacional equivale a darle permiso a Saddam a exterminar a los suyos, a Putin a llevar sus "operaciones antiterroristas" en el Cáucaso hasta el genocidio. ¿Y por qué, retrospectivamente, no reconocer a los hutus —mayoritarios en Ruanda— el derecho a exterminar a los tutsis?

Los profetas de una "multipolaridad" que supuestamente pretenden mantener a raya al "imperio" parecen invocar, aun sin darse cuenta, a Carl Schmitt.

Este último, en su período nazi, dotaba al Estado de un poder llamado "totalitario" o "de decisión". Teniendo en cuenta que la esencia de la "soberanía" se manifestaba en el privilegio de establecer y suspender las leyes y resolver sin reglas escritas o no escritas, es comprensible que ese privilegio casi divino, acordado a la autoridad central seduzca a los autócratas chinos, rusos o iraquís.

Resulta sorprendente que haya demócratas que participen en ese culto de una soberanía garantizada contra toda injerencia, más allá del crimen que urda. Los buenos apóstoles ligados contra Bush pretenden salvar la autoridad de la ONU y del Consejo de Seguridad que es la ley y su profeta. Los cinco miembros permanentes, que disponen del derecho a veto, están por encima de las leyes que promulga el Consejo y pueden bloquear su enunciado y su ejercicio.

Francia, Rusia y China erigieron a la ONU en guardiana de las leyes para santificar los privilegios extraordinarios de su soberanía: ninguna decisión podría ser tomada sin su acuerdo, ningún dictador derribado sin su bendición. Sin embargo, el Consejo de Seguridad ha tapado las inacciones más criminales.

Con la ayuda de China, el templo de la "ley internacional" no encontró nada que decir durante las masacres de los khmers rojos en Camboya (1975-1978). ¿Impidió acaso el genocidio de los tutsis en Ruanda (1994), la purificación étnica en Bosnia, en Kosovo (1999) y el calvario actual de los chechenos? Cuando —¡y con qué retraso!— hubo que frenar a Milosevic, la OTAN, Chirac y Fischer en primer lugar pasaron por alto alegremente su luz verde (Rusia habría dicho "¡Niet!").

Los que actúan con retraso

Muchas veces, los estados mayores y los diplomáticos se lanzan a los conflictos con planes y conceptos obsoletos. A su vez, los "opositores a la guerra" entran en la disputa con una guerra de retraso. Los manifestantes volvieron a montar las campañas contra la intervención norteamericana en Vietnam. Bastaba ver un poco la televisión para descubrir que las operaciones en Irak no se parecieron en nada a la napalmización masiva de los vietnamitas hace ya mucho tiempo.

Luego de las luchas anticolonialistas, los estudiantes de antaño —yo fui uno de ellos— podían, no sin ilusiones, proclamar "¡Ho, Ho, Ho Chi Minh!". Era difícil, en cambio, aclamar al tirano de Bagdad que, ante los ojos de todos, torturaba y masacraba. Los pacifistas prefieren olvidarlo. Salir a la calle para abuchear a Bush y Blair reconfortaba al Stalin iraquí y podía llegar a infligir a sus súbditos veinte años más de terror. No hay de qué enorgullecerse: gritan "¡Abajo la guerra!" y el eco responde "¡Viva la dictadura!".

Compadezco a mi amigo Joschka Fischer, que hace algunos años tuvo el valor de enfrentarse a los Verdes. Explicaba: "peor que la guerra es Auschwitz". Por Auschwitz, entendía no la repetición del exterminio, sino el símbolo de un terror y una servidumbre sin fin. Terminaba hablando de la urgencia de cortar de cuajo, manu militari, la escalada inhumana del tirano de Belgrado.

Compadezco a mi presidente Jacques Chirac, olvidado de su audacia frente a Milosevic. Ahora constató que el desarme del dictador traería aparejado inmediatamente su caída, "pues el desarme supone una transparencia, y las dictaduras no resisten mucho tiempo a la transparencia".

Es cierto, pero hay que proseguir con el razonamiento: ese sentido común no escapa al que sabe que si se rinde firma su sentencia de muerte. A menos que se le atribuya un instinto suicida, que nunca puso de manifiesto, se debía inferir que haría todo lo posible por conservar su potencial destructor y perpetuar el juego a las escondidas en el que sobresalía desde hace doce años. Si el desarme provocaría la caída del régimen, más verdadera era entonces la recíproca: para que Irak se desarmara, era necesario romper su caparazón totalitario. ¡Cosa que pretendía impedir el prometido veto franco-ruso-chino!: extraño "bando de la paz", que se negaba a desarmar a un artífice de guerra absoluto.

¿Divorcio en Occidente? El antiamericanismo de un lado y el desprecio por la vieja Europa del otro son recurrentes desde hace tres siglos. No impidieron que la alianza occidental ganara la Guerra Fría. Por primera vez, el desgarramiento Oeste-Oeste divide la política mundial, amenaza la construcción europea, arruina a la OTAN y paraliza a las organizaciones internacionales.

Los estereotipos se reproducen como moscas. Analfabetos, cowboys, fanáticos religiosos y cínicos pragmáticos, gobernados por un cerebro de gorrión y un clan de halcones, los Estados Unidos, llenos de un ideal infantil tienen sed de petróleo. Es una hegemonía en pleno auge y un imperio parasitario en decadencia terminal.

Poco importan los argumentos contradictorios, Bush es el peligro número uno y Saddam, tan mortífero como se dignaran reconocerlo, no contaba para nada. Paradoja. Este volcán de odio está incubándose desde el 11 de setiembre de 2001.

Primera reacción, la compasión. Segunda reacción, la negación: los estadounidenses son castigados justamente por el lado que pecan: "arrogancia", "imperialismo". Devuelven diente por diente. Peor todavía, se vengan con el primero que encuentran. Bagdad arde para consolar a Manhattan. El delirio antiamericano es anterior a la guerra, nace de un pánico reconcentrado.

El compromiso anglo-estadounidense alía en su contra a los nostálgicos del 10 de setiembre de 2001. La vulnerabilidad del protector puesta en evidencia asusta. El poder de devastación masiva fue, durante medio siglo, monopolizado y bloqueado por algunas potencias nucleares. El 11/9 pasó a estar al alcance de la mayoría. No sólo el terrorismo alcanza una envergadura inigualada, sino que el juego con arsenales biológicos, químicos, atómicos incluso, permite que los predadores se pongan a salvo.

Bin Laden plantado en las cuevas de Tora Bora resulta rústico. Más prometedora es la solución Kim Jong instalado en su silo nuclear. Programar el acoplamiento de un terrorismo a la Bin Laden y una "santuarización a la Kim" es algo que Saddam no podía ni preparar ni concebir.

Hundamos la cabeza en la arena, como los avestruces y cuidémonos de ver venir las cosas.

 

 

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