La primera fase expansiva de la guerra universal que la administración Bush declaró al mundo tras el sorprendente y nunca aclarado derrumbe de las torres neoyorquinas ha terminado –como estaba previsto por los empresarios y estrategas del Pentágono- con la ocupación militar de Irak por parte de las tropas imperiales. Su injustificada agresión terrorista, nombre real de una invasión sin el respaldo de la legalidad internacional (como si esto quisiera decir algo), se ha convertido en un aparatoso desfile con televisión y censura en directo –sólo faltaba nuestra cabra legionaria- y miles de muertos iraquíes que pasaban por allí.
Estos premeditados asesinatos han sido contestados en muchos lugares del mundo por una opinión pública que ha expresado, repetidamente, su rechazo a una guerra teñida -como todas desde que el mono se puso de pie para recibir medallas- de intereses económicos. El poder imperial, desoyendo el grito de protesta y los criterios establecidos por la ONU y algunos gobiernos, ha puesto en marcha una estrategia global con el fin de implantar una férrea dictadura planetaria de incalculables consecuencias políticas y sociales. La represión ya está aquí. Y no existe oposición.
Durante esta guerra, miles de manifestantes han recorrido las calles expresando su rechazo a los gobiernos belicistas. En el caso de España -algo que ya ocurrió con Felipe González en sus últimos años de su mandato- la distancia entre representantes y representados se ha multiplicado hasta el extremo de provocar (casi) una crisis de legitimidad. Planteado así este argumento, es preciso señalar que el control ejercido por las elites burocráticas de los partidos políticos es uno de los problemas esenciales de la democracia y una de las cuestiones que, en situaciones extremas, debería tenerse en consideración. Las elecciones no pueden ser un cheque en blanco que otorgue licencia para matar o para cualquier acción contraria al sentir colectivo. Democracia, entre nosotros, es partitocracia. La democracia, como ya sabían los clásicos enterrados, es un juego de poderes y equilibrios, un sutil ajedrez que, en el caso de las mayorías absolutas y su poder también absoluto, se quiebra por la misma base.
La distancia entre unos y otros se ha agrandado estas semanas. La insistente presión que ejercerán, a partir de ahora, los medios de información gubernamentales, no parece contar con la fuerza necesaria para conseguir cerrar la herida abierta antes de las próximas elecciones municipales y autonómicas. Esta ruptura debería ser suficiente motivo -Prestige incluido- para provocar la caída del PP. El panorama que se presenta es, por tanto, desolador para la izquierda anticapitalista. El PSOE -nunca renovado- se ha alzado ante el electorado como una fuerza pacifista tratando de recuperar la ilusión general y el impulso de 1982 que le llevó al balcón del Hotel Palace. Este PSOE cursi y estilizado de frase larga, falda corta y escaso contenido político está consiguiendo recuperar –increíble pero cierto- la legitimidad moral/mortal que perdió tras años de corrupción, reconversiones salvajes y desregulación del mercado laboral. El futuro, por tanto, se presenta incierto. Es posible que IU –en justo premio a su infatigable apuesta por la paz- obtenga algún punto porcentual más y quizá se consigan salvar los muebles electorales, pero éste no puede ser el único y último objetivo de una formación política y social que pretende transformar, desde la raíz, el sistema económico. Algo pasa en la izquierda organizada cuando la lucha se centra en unas décimas.
Pax americana y española. Bush y Aznar corren de la mano por idílicos prados sembrados de cadáveres e incumplidas resoluciones de la inexistente ONU. Las fuerzas de la reacción imponen el nuevo desorden internacional a golpe de bombardeo. Irak ha sido la primera fase. La nueva dictadura planetaria no se detiene y su espiral de muerte avanza. Luego vendrá la contestación de todos los humillados, que algunos llamarán terrorismo, y correrá sangre por las aceras de nuestros maravillosos y democráticos países. Espero que todos recordemos, si nos toca, los nombres de los culpables.
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