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¿Después del neoliberalismo?
Autor: William K. Tabb
Fuente: Monthly Review, Volumen 22, Número 2, junio 2003
Fecha: 03/06/2003

Título Original:

Traductor: Claudia Cinatti, Partes de Guerra.

¿Qué viene después del neoliberalismo? Para responder esa pregunta debemos hacer una pregunta más fundamental: ¿Qué tienen en común el neoliberalismo y el neoconservadurismo con los movimientos antiglobalización y antiguerra? La respuesta es que todos comparten ostensiblemente el foco en redefinir la democracia en el sistema mundial contemporáneo. “Extender la democracia” es el grito de guerra tanto del Consenso de Washington como de la Doctrina Bush.

El “Consenso de Washington” plantea que el noeliberalismo global y el control económico del núcleo del capital financiero de la periferia y de todo el mundo por medio del FMI y la OMC es la única alternativa realista a la miseria y al desastre. La “Doctrina Bush” es la justificación neoconservadora abierta de la dominación militar norteamericana global y de la guerra preventiva –como parte de un nuevo intento de hacer al mundo más seguro para la democracia. Para los movimientos antiglobalización y antiguerra esas doctrinas del establishment, en tanto que profesan estar “extendiendo la democracia”, no son nada más que un disfraz de la dictadura global de Estados Unidos y del núcleo de sus elites corporativas dominantes. Aunque centran sus ataques en las instituciones que imponen esta dictadura, estos movimientos también se esfuerzan an crear una democracia alternativa, genuinamente participatoria.

Primero hay que reconcer que se considera ampliamente, incluidos muchos políticos y economistas importantes- que el neoliberamismo ha fracaso en términos de sus objetivos anunciados. No ha traído consigo un crecimiento económico rápido, no ha reducido la pobreza ni tampoco ha hecho más estables las economías. De hecho, en los años de la hegemonía neoliberal, el recimiento se ha desacelerado, la pobreza ha crecido, y las crisis económicas y financieras han sido epidémicas. Los datos sobre esto son abrumadores. El neoliberalismo, sin embargo, ha triunfado como proyecto de clase del capital. En esto, su objetivo no anunciado, ha aumentado el dominio de las corporaciones transnacionales, de las finanzas internacionales y de sectores de las elites locales.

La admisión de que el neoliberalismo ha fracaso en términos de sus objetivos anuanciados ha obligado a sus partidarios a una retirada táctica –a defender el avance de la agenda política neoliberal bajo la cobertura de la “reforma”. El resultado es un Cosenso de Washington engrosado que culpa a los estados clientes y no a las instituciones internacionales o al capital transnacional por los fracasos del neoliberalismo. Se espera que los pobres hagan todavía más ajustes según la línea neoliberal. Desde este punto de vista, lo que viene después del neoliberalismo debe ser más neoliberalismo.

El 11 de septiembre de 2001 le ofreció a la administración Bush una oportunidad para perseguir un programa de control todavía más ambiciosa, que puede ser llamado “bonapartismo global”. La Doctrina Bush de las guerras preventivas y el cambio de régimen refleja un nuevo nivel de ambición imperial de parte de la fracción más claramente ideológica de la elite gobernante. Los institucionalistas liberales de la Casa Blanca de Clinton, y los realistas de la primera administración Bush, más allá de que fueran agresivos, permanecieron concientes del costado negativo de las políticas que alienaran al resto del mundo. Por el contrario, la agenda de la segunda administración Bush es neoconservadora –celebra un derecho moral norteamericano único para rehacer al mundo. Es, como dijo el presidente, una cruzada contra el mail, difundiendo la verdad, la justicia y la forma de vida norteamericana le guste o no al resto del mundo. A pesar de la debilidad de su economía, la agenda de Bush ha cambiado el tema de responder a las necesidades humanas al temor a los terroristas. También es una distracción con respecto a las consecuencias de las políticas neoliberales en Estados Unidos, desviando la atención del mar de escándalos corporativos y del impacto clasista de los recortes de impuestos y de la caída en el gasto social. La administración nos ha puesto en pie de guerra permanente junto con la represión interna. Es un plan que asusta a los votantes para que no hagan preguntas y para que acepten la guerra las políticas domésticas que no están en sus intereses.

Neoliberalismo

Observemos un poco más el fracaso de las políticas del FMI y la OMC. El Informe de Desarrollo Humano del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas del año 2000 nos dice que a fines de los ’90, ochenta países tenían ingresos per capita más bajo que a fines de los ’80. El informe es aún peor cuando consideramos que la medida del promedio per capita oculta la desigualdad grotesca y creciente y la pobreza evidente en casi todos esos países. La pobreza en la mayoría de los países está aumentando a causa de que los pagos de la deuda a instituciones financieras extranjeras continúan devorando la mayor parte del ingreso que el país gana a través de sus exportaciones cada año, las inversiones extranjeras no crean los empleos necesarios y el perdón de impuestos y los incentivos a las corporaciones transnacionales agotan los presupuestos locales para gastos sociales, tal como lo están haciendo cada vez más en los países más ricos.
Además, las tasas de crecimiento de la economía global se han desacelerado aunque las políticas neoliberales han reducido los niveles de vida. En lugar de una creciente estabilidad económica, la liberalización financiera ha causado crisis financieras en la mayoría de las economías del mundo. Un estudio del FMI descubrió que 133 de los 181 países miembros sufrieron al menos una crisis que implicó dificultades significativas para el sector bancario entre 1980 y 1995. El Banco Mundial identifica más de cien episodios importantes de insovencia del sector bancario en noventa países en desarrollo y naciones ex comunistas desde fines de la década de 1970 a 1994. El hecho de que dos tercios de los miembros fundadores experimentaron estas crisis no puede ser una coincidencia sino más bien está relacionado al hecho de que esos fueron los años de la liberalización financiera impuesta por el FMI.

Nada de esto es realmente sorprendente. La agenda neoliberal (o el “Consenso de Washington) exige la liberalización financiera y comercial, la privatización, la desregulación, la apertura a la inversión extranjera directa, una tasa de cambio competitiva, disciplina fiscal, bajos impuestos y gobiernos más pequeños, nada de lo cual podría haber llevado plausiblemente a la prosperidad de masas. Ahora, notablemente, el fracaso del neoliberalismo para estimular el crecimiento, producir una caída en la pobreza, o generar mayor estabilidad económica ha llevado a un Consenso de Washington “aumentado”, difundido por muchos de los mismos que produjeron la versión original. Culpan por el fracaso de la agenda neoliberal a los países a los que se les ha pedido seguir sus dictados. En este escenario de culpar a la víctima, lo que se decide ahora que es necesario es una imposición más eficiente de los objetivos y las estrategias originales. Depende de los gobiernos locales hacer un trabajo mejor para llevar adelante el programa. Se ofrecen algunas pequeñas concesiones pero estas se muestran vacías: reconcer los fracasos que produjo la liberalización del mercado financiero a gran escala en el pasado, los políticos recomiendan ahora la apertura al capital “prudente”. Se les dice a los bancos centrales que deben poner en funcionamiento una estructura regulatoria “adecuada”, estándares financieros e imposición de capacidades –pero los bancos continúan dando préstamos corruptos, sigue la especulación monetaria y la fuga de capitales. Se reconoce que es importante la gobernabilidad de las corporaciones, que se necesitan leyes anticorrupción, probablemente incluso redes de seguridad social, y que las estrategias de reducción de la pobreza pueden ser apropiadas como parte de las condicionalidades impuestas por los supervisores. Estos pasos obvios estuvieron ausentes durante las últimas décadas, durante las cuales los países de menores ingresos se vieron obligados a desmantelar las protecciones que habían construido tan imperfectamente contra el control extranjero y la inestabilidad causada por las fluctuaciones de la economía global. Por supuesto no se puede culpar por la corrupción sólo a los países más pobres como muestran los escándalos de Enron y WorldCom.

La crítica

La siguiente etapa del neoliberalismo comienza aceptando el fracaso del Consenso de Washinton, pero en un brillante pase de manos, propone como solución que continúen las reformas a favor del capital extranjero. Las medidas de buen gobierno que ahora pregonan el Banco Mundial y el FMI no deben ser confundidas con una genuina democratización. Su imposición estricta redistribuiría el poder de las elites incumbentes al capital extranjero –facilitando la penetración económica del capital multinacional en los países más pobres. La estrategia política ha cambiado de aliarse con los elites rentísticas locales, lo que fue necesario para derrotar a la izquierda en la era de la Guerra Fría, a un nuevo énfasis en disminuir la porción que se lleva esos pasivos locales costosos.

Ahora occidente admite y condena el hecho de que esas elites oprimen a sus pueblos y repentinamente parece haber descubierto los abusos en los derechos humanos. Culpar a las elites locales por los fracasos, que están integradas a un sistema mundial estructurado para el beneficio de los capitalistas de los grandes centros, socava su fuerza relativa frente al capital extranjero. La respuesta del libre mercado al problema es que el capital extranjero tome un rol dominante en esas economías, no alentar la democracia real. La próxima etapa del neoliberalismo enfatiza la importancia de la transparencia, del gobierno de la ley, y un cierto juego en el mercado –pero no en la sociedad de conjunto. El acceso desigual al gobierno se mantiene para la vasta mayoría de los ciudadanos.

Los planteos de que la próxima etapa del neoliberalismo, o la revisión del Consenso de Washington, engendrará una reducción de la pobreza y una mayor responsabilidad del estado local frente a sus propios ciudadanos, da lugar a dos tipos de crítica. La primera, que emenana desde dentro de la comunidad económica y política, sugiere que es una agenda muy amplia, indiferenciada e imposible de reforma institucional. Es demasiado insensible al contexto y las necesidades locales y no se corresponde a la realidad empírica de cómo está dándose realmente el desarrollo. El problema desde esta perspectiva es que las instituciones de gobierno de la economía global están tratando de hacer entrar a todos los países en un modelo de desarrollo único. Esto es inapropiado porque ha habido muchos caminos para el éxito, la mayoría bastante inesperados y que combinan elementos impredecibles de especialización sectorial y acuerdos gubernamentales.

El modelo neoclásico supone un conocimiento disponible universalmente, capacidades para aplicar las tecnologías existentes y acceso transparente a toda la información de mercado. Estas suposiciones no son realistas. Para la mayoría de los participantes en los países de menores ingresos, la adopción y adaptación son emprendimientos problemáticos. Domina la incertidumbre, el acceso a los recursos del mercado es limitado y en general poco atractivo. El éxito depende de factores contingentes sobre los que no es fácil generalizar más allá de decir de que es crucial un equilibrio apropiado entre la regulación del estado y el rol del mercado. Los críticos del enfoque neoclásico reformarían los regímenes internacionales para hacerlos más justos para los países menos desarrollados protegiendo a los productores locales y la autonomía de los gobiernos de modo tal de que el intercambio internacional realmente se base en el consentimiento mutuo y reglas justas. La cuestión es cómo hacer esto. ¿Es posible la reforma de las estructuras e instituciones existentes? ¿O es esencial un cambio más fundamental basado en transformar las relaciones de clase?
Estas preguntad nos llevan al segundo nivel de crítica que viene no desde dentro del Consenso de Washington sino de las ONGs y los grupos de la sociedad civil que ofrecen una crítica más básica a la globalización corporativa y al capitalismo. Para los movimientos de justicia social, el poder de la clase y el imperialismo están en el centro del problema. Estos movimientos se oponen a la dominación de las necesidades sociales según criterios de mercado, el poder del capital transnacional y de los gobiernos más poderosos (sobre todo el de Estados Unidos) para establecer las reglas en su propio beneficio a expensas de las naciones y las clases más débiles y subordinadas. Desde esta perspectiva crítica, es obvio que las reformas sugeridas refuerzan el sistema del dominio de clase y la dominación imperial que debe ser reemplazada. La fuerza creciente de lo que se llama movimiento antiglobalización, o mejor dicho, el movimiento de globalización alternativa, es un testamento de esta crítica, que se está transformando en fuerza material en la economía política internacional.

La relación entre estas dos críticas es familiar. Es la ruptura “realo-fundi” que vimos en los Verdes en Alemania y en otros lugares: la división entre los que quieren un menor compromiso con los activistas de los grupos de campesinos sin tierra en Brasil versus la fracción “cabeza de estado” que rodea a Lula como presidente de ese país; la ruptura socialdemócratas – izquierda socialista evidente en la Socialist Scholars Conference; y la división cada vez más visible en el Foro Social Mundial con respecto a qué dirección tomará y quién hablará por el movimiento. Es la dicotomía históricamente presente en la izquierda de muchas formas. Para algunos, esas diferencias sugieren un equilibrio difícil entre los objetivos a largo plazo y las demandas de transformación versus la necesidad de responder a propuestas de reformas que pueden ser progresivas –una cuestión difícil sobre la cual personas principistas tienen desacuerdos honestos. Para otros, son una ocasión para las denuncias personales y razones para la división de movimientos importantes basados en lo que se entendía como diferencias irreconciliables. Hasta ahora el movimiento por la justicia global pudo mantener una unidad impresionante y conservar su meta colectiva centrada en la necsecidad de un cambio fundamental.

George Bush después del 11 de septiembre

El 11 de septiembre de 2001 fue el momento definitorio para un presidente con poco conocimiento del mundo pero con fe en un fundamentalismo mesiánico, una fe que se ajuste cuidadosamente con la agenda de política exterior de los neoconservadores que por más de una década han estado luchando por la hegemonía ideológica. Cuando George W. Bush estaba en campaña para la presidencia, advirtió contra la “construcción de naciones” y las intervenciones humanitarias donde Estados Unidos no tenía intereses estratégicos. Bush estaba dispuesto a intervenir para garantizar la seguridad norteamericana, pero como otros con una perspectiva conservadora, pensaba que no debía interferir en todas partes. Pragmáticamente, dijo en su segundo debate con Al Gore, “Si somos una nación arrogante, se resentirán con nosotros”. Después del 11 de septiembre, sin embargo, abrazó la posición neoconservadora ambiciosa del cambio de régimen y la guerra preventiva para promover la verdad, la justicia y la forma de vida norteamericana en todo el mundo. La actual administración adhiere a una filosofía neoconservadora distinta del realismo tradicional del primer presidente Bush y del institucionalismo liberal de Clinton. La agenda conservadora nacionalista de mantener a Estados Unidos seguro dentro de sus fronteras, y los intereses norteamericanos en el exterior, ha sido reemplazada por un impulso unilateral para el dominio global activo para extender lo que llaman las valores norteamericanos a todas partes.

Es importante comprender que los temas que se volvieron centrales para el enfoque de Bush después del 11 de septiembre ya estaban bien elaborados hacía una década, incluyendo el uso preventivo de la fuerza militar. Los autores fueron los hombres que ahora los están implementando. Como escribe David Armstrong, “el Plan”, el nombre que se le da a este esfuerzo de más de una década para cambiar la política exterior norteamericana, “es una versión recalentada de la estrategia que Cheney y sus coautores plantearon en 1992 como respuesta al fin de la Guerra Fría. En ese momento el objetivo era el dominio global y recibió muy malos comentarios. Ahora es la respuesta al terrorismo. El énfasis está en la prevención, y los comentarios generalmente son entusiastas”. El Plan, presentado recientemente como la Doctrina Bush, tiene como elementos esenciales la idea de que todo el mundo es un campo de batalla y que Estados Unidos irá a cualquier parte, si es necesario, solo, y actuará preventivamente para lograr el cambio de régimen y que “ninguna nación está exenta”, como dice el presidente a las “demandas no negociables” de lo que llama libertad, ley y justicia (Harper’s Magazine, octubre de 2002).

El enfoque multilateral –presionar pero consultar con los aliados, ejercer coerción pero ofrecer un compromiso para lograr una apariencia de consentimiento- era y sigue siendo, para gran parte de la elite norteamericana, muy superior para lograr un dominio efectivo. Esta era la forma generalmente aceptada desde Woodrow Wilson a comienzos del siglo XX al primer presidente Bush y a Clinton. Pero el 11 de septiembre impuso una nueva visión del mundo. Como escribieron Gary Schmitt y Tom Donnelly del neoconservador Proyecto para el Nuevo Siglo Americano en enero de 2002, la Doctrina Bush es notable por lo que no es. “No es el multilateralismo clintoniano; el presidente no apela a las Naciones Unidas, no profesa fe en el control de armas y tampoco alimenta esperanzas en cualquier “proceso de paz”. Tampoco es el equilibrio de fuerzas del realismo favorecido por su padre. Es, más bien, una reafirmación de que la paz y la seguridad duraderas va a ser ganada afirmando tanto la fortaleza militar como los principios políticos norteamericanos”. Cuando esas visiones neoconservadores fueron propuestas como la base de la política exterior norteamericana por Richard Perle y Paul Wolfowitz bajo el Secretario de Defensa Dick Cheney, en los documentos de planificación militar de 1992, fueron comsiderados controvertidos y peligrosos para la mayoría de los conservadores. Donde una vez la retórica de la política norteamericana apelaba a combatir el supuesto plan soviético de dominio del mundo, ahora la cuestión de la dominación global es el objetivo anunciado de la estrategia neoconservadora. Esta busca evitar la emergencia de cualquier rival, cualquier posible desafío a la hegemonía norteamericana. En esta estrategia, se debería mantener una Norteamérica unilateral con una abrumadora superioridad militar y dominar por igual a amigos y enemigos. Se puede plantear que este siempre ha sido el objetivo de Estados Unidos, y que meramente pudo ser planteado públicamente como doctrina luego del colapso de la otra superpotencia en 1989. Pero en 1992, esta visión audaz era considerada demasiado extremista. Por supuesto, la mayoría del mundo todavía piensa que debe ser rechazada. Lo que los neoconservadores necesitaban, como escribieron antes del 11 de septiembre, era un nuevo Pearl Harbor. Esto hicieron del 11 de septiembre, y con algún éxito, al menos dentro de Estados Unidos, han corrido los límites de lo aceptable.

La democracia como concepto desafiado

Volvamos a la pregunta de qué viene después del neoliberalismo reiterando la conexión entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo, por un lado, y los movimientos antiglobalización y antiguerra, por otro- el significado disputado de la democracia en el sistema mundial contemporáneo. Cualquiera que hablara de atribución pública en la era post Guerra Fría parece favorecer la democracia. Para las instituciones globalres, sin embargo, el término preferido es “buena gobernabilidad”, y para la administración Bush, es “libertad”. La relación problemática entre esos términos y lo que tienen en mente los activistas cuando hablan de democracia está en el corazón del conflicto sobre qué tipo de mundo es posible.

Para el FMI y la dirección de la OMC, seguir las reglas, tratar a todos los participantes con justicia y mantener el juego en una economía mundial abierta son las claves de la prosperidad y del logro de las aspiraciones de la gente en todas partes. La responsabilidad y la transparencia son los eufemismos de buena gobernabilidad. La suposición es que estos procedimientos de justicia en defensa de la igualdad individual en los acuerdos formales, y el respeto por la libertad de libre elección, alientan el bienestar general. Buscando razones convincentes para invadir Irak, frente a la impresionante resistencia internacional al plan norteamericano, el presidente Bush identificó la democratización de ese país como el primer objetivo de guerra. Esto centró la atención en los terribles antecedentes de derechos humanos de Saddam Hussein y la necesidad de cambio de régimen para crear una democracia que funcione digna de los ideales norteamericanos en ese país.

Ambas formulaciones avalando la democracia se muestran problemáticas. En el caso de las instituciones económicas globales, el obstáculo es la disparidad de poder entre los participantes. Estados Unidos lleva la voz cantante en el FMI y la OMC, y los únicos impedimentos reales a sus designios vienen de un puñado de otros participantes significativos. La mayoría de los países del mundo juegan un rol muy pequeño en las decisiones que son cuestiones de vida o muerte para sus pueblos. En muchos casos, ,los gobiernos son tan antidemocráticos que los pueblos de las naciones tienen muy poco o nada que decir sobre lo que sus propios gobiernos dicen o hacen. Estados Unidos y las potencias europeas han sido responsables de instalar y perpetuar el dominio de la mayoría de las elites locales.

Cualquier disucisón real sobre la democracia debe extenderse más allá de la naturaleza antidemocrática de las instituciones económicas globales, tiene que ir más allá de si los votos son contados limpiamente, si se les permite participar a los candidatos de la oposición sobre una base igualitaria y si los líderes electos escuchan las voces de las personas comunes. La democracia debe ser discutida en relación al dominio de clase en las sociedades capitalistas.
En el caso de la Doctrina Bush, la pretensión de democracia definida por la Casa Blanca es muy tenue. Cuando el parlamento de Turquía vota negar a Estados Unidos lo que quiere, se le dice que vote nuevamente o sus deseos simplemente serán ignorados. Cuando el Consejo de Seguridad de la ONU parece rechazar lo que Estados Unidos quiere, se le dicee que puede retener su credibilidad si hace lo que dice Estados Unidos y si no se transformará en irrelevante. Junto con los sobornos y las amenazas, los votos más o menos salen de acuerdo a la línea sugerida por Washington, pero los límites de este unilateralismo están asomando. A pesar de los costos de plantarse frente a la dictadura norteamericana, más y más pueblos y gobiernos están dispuestos a hacerlo. Esto se debe en parte al estilo evangélico y de cowboy de Bush, pero más fundamentalmente responde a las consecuencias para el mundo de un giro unilateral de Estados Unidos con sus obviso aspectos desestabilizantes y dictatoriales.

Cada vez está más claro que gran parte de los discursos sobre la democracia realmente se tratan de la imposición de la voluntad del grupo más peligroso de políticos que han usurpado el poder en Estados Unidos. Su posición ha sacudido a otros conservadores y a los institucionalistas neoliberales. También han fortalecido, profundizado y ampliado la gama de fuerzas antisistémicas activas en los movimientos de la sociedad civil global.
Tenemos que entender que la democracia tiene menos que ver con las elecciones que con las relaciones sociales más amplias que estructuran lo que es políticamente posible. La democracia puede ser medida en otros términos: el grado de participación activa del pueblo en la toma de decisiones, el grado en el que está adecuadamente informado, quién controla los medios, cómo se financian las campañas y quién es capaz desde un punto de vista realista de presentarse para la presidencia. Esto requiere un análisis a nivel de la estructura de clases del capitalismo contemporáneo, incluyendo los límites que esas estructuras imponen a la democracia.

El movimiento por la justicia global tuvo razón en centrarse en el sufrimiento infligido en todo el mundo por el FMI y el Banco Mundial, los cobradores de deudas contraídas por déspotas y elites corruptas pero pagadas con la vida de la gente común. El sufrimiento infligido por la violencia militar en nombre de promover la libertad y la democracia, y el dolor que resulta de destinar los recursos escasos a la guerra en lugar de responder a las necesidades humanasm no son elecciones realizadas por los pueblos. Tampoco los ciudadanos norteamericanos votaron el retiro del tratado de limitación de armamento o se oponen a la Corte Penal Internacional o al Protocolo de Kyoto para bajar el recalentamiento global. El compromiso socialdemócrata de los años de la postguerra ha sido reemplazado por una forma virulenta de dominio que está avanzando hacia ilegalizar la posibilidad de protesta y de expresión democrática. Las consecuencias del neoliberalismo han impuesto una conciencia de lo que está en juego, y en muchos lugares ha inspirado el desarrollo de una conciencia contrahegemónica y una renovada movilización. Es en su comprensión de la importancia central de una definición más amplia de democracia que el movimiento antiglobalización y antiguerra representa un desafío dramático al dominio de clase y el bonapartismo de Bush.

 

 

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