Intelectuales y Académicos

Después de la Teoría

 

Autor: Eagleton, Jameson y Taylor.

Fecha: 3/11/2003

Traductor: Isabel Infanta, especial para P. I.

Fuente: Mais!, Folha de São Paulo


Después de la Teoría*
La vuelta de “Grandes narrativas” históricas, que Terry Eagleton aborda en el libro “After Theory”

¿Una nueva era en las artes, ciencias y civilización? ¿O apenas un bluff, un engaño ya desmentido por la historia? La polémica alrededor de la existencia o no de una “posmodernidad” es tan antigua como ese concepto, que comenzó a propagarse a mediados del siglo 20, y sobre todo de los años 70 y 80 en adelante, en protesta contra lo que se veía como el estancamiento del modernismo en la forma de un canon filosófico, científico y estético fosilizado. Pero, si la disputa no es de hoy, la campana de un nuevo round sonó después del 11 de septiembre. La fecha que, para muchos, abrió el nuevo milenio, marcó también el final de una nueva narrativa global del capitalismo, a partir de la deflagración de la llamada guerra al terror, es bien posible que el estilo del pensamiento conocido como posmodernismo esté llegando al final”.

Eso, continua Eagleton en su libro recién lanzado “After Theory” [Depois da Teoria, Allen Lane, 18,99 libras], porque la cruzada de Bush contra el “eje del mal” resucitó, hasta por los términos religiosos en los que es concebida, lo que los teóricos posmodernos consideraban superado: en tiempos de relativismo y de crisis de las utopías, vuelven las verdades incuestionables y totales, en tiempos de ultraliberalismo, el Leviatán estatal sale de las aguas, en tiempos de pérdida del sentido de la historicidad, resurge la jerga del “progreso”.

Mais! invitó a intelectuales de diversas áreas a reflexionar sobre la validez o no del concepto de posmodernidad hoy. Y lo que se constata es que la tesis de un “agotamiento” de lo posmoderno está lejos de ser consensual, sin embargo ella apunta, y no necesariamente por las razones que Eagleton defiende, para fuertes cambios en lo que se consideraba hace poco tiempo, un hecho tan “consumado”, evidente y de contornos tan incuestionables como la globalización y el recetario económico liberalizante del Consenso de Washington.

Cierto “posposmodernismo” es idea bien recibida por el historiador Nicolau Sevcenko (USP). Él dice ser posible hablar en la emergencia de un “nuevo autoritarismo”, un nuevo arreglo de fuerzas político-económicas, que, en el lomo de los halcones de Washington, lleva a la consolidación de “un orden conservador de ámbito mundial” y a la “alianza espuria ente la derecha oportunista y la izquierda renegada”.

Sevcenko concluye: “Esa concepción recalentada y particularmente agresiva del viejo darwinismo social de la era victoriana pretende presentarse como una especie de “conformismo con rostro humano”. Retrocedimos a lo premoderno”, y eso es un “palo de los grandes” que decurre de la propia lógica de la actual globalización -y no por causa del 11 de Septiembre y de sus consecuencias, como Eagleton sugiere. En verdad, nota Sevcenko, más a título de provocación, hasta porque las diferencias del crítico inglés con el posmodernismo viene de lejos.
Ya para el sociólogo Antônio Flávio Pierucci (USP) nada justifica un diagnóstico de fin de lo posmoderno. Y Él usa como prueba el propio 11 de Septiembre: “Este no fue solo un evento social, fue también un evento mediático, un gran espectáculo”. Quien estaba de afuera, viendo todo por TV, tenía, dice él, “una percepción doble: aquello [el hecho] y la imagen de aquello. Eso es posmoderno”. La campaña antiterror de Bush, en esa medida, revela no la revancha, sino la agonía de un estilo de política centralizador, que, perdida la hegemonía, apela a la coerción violenta, en un movimiento ineficaz, pero, ante enemigos que sintetizan lo posmoderno: los grupos terroristas son “sin centro”, dispersos, nómades, volátiles.

Pierucci afirma que, en la sociología, el posmodernismo tuvo y tendrá impacto duradero y benéfico al mostrar que las tesis clásicas de Weber, Marx y Durkheim son narrativas históricamente situadas, y no verdades eternas. Según el sociólogo, tal relativización, que afectó sobre todo al marxismo, es paradojalmente obra de intelectuales de ese origen teórico -como Jean-François Lyotard (1924-1998), autor de “La Condición Posmoderna”, que en sus trayectorias fueron percibiendo la insuficiencia del “veteromarxismo” [por analogía a “veterotestamentario”, es decir, relativo al Viejo Testamento bíblico] para dar cuenta de fenómenos como las luchas de feministas, negros y gays.

Esté o no en crisis, necesite o no de un “Nuevo Testamento”, el pensamiento de Marx legó el descubrimiento de una línea central de la sociedad capitalista que no solo va bien (o mal, dependiendo del punto de vista), obligado, como revela la falacia que siempre fue el posmodernismo: ese hallazgo no es sino el hecho bruto de la dominación del capital. Por lo menos, es eso lo que se concluye de las observaciones del filósofo José Arthur Giannotti: “Nunca creí en la desconstrucción de la modernidad propuesta por Lyotard. Eso porque, además de la dispersión de los discursos y de las prácticas, siempre vi operando la dominación del capital, a despecho de sus múltiples caras”.
Del mismo modo, “la confirmación de un nuevo imperio, basado, pienso yo, en el monopolio de la invención de la ciencia y de la tecnología, repone en otros términos la unidad de una dominación global Eso no significa obviamente la instalación de una “pax americana”, pues la misma “pax romana” implicaba guerras en la periferia. ¿No es lo que pasa hoy? Con la diferencia de que, siendo el mundo contemporáneo trabado por una tela de objetos naturales conformados por la ciencia, es decir, trabado como segunda naturaleza, el enemigo exterior se infiltra en los poros del sistema, como aquel que es capaz de conducir la naturaleza artificial a la naturaleza bruta”. Siguiendo sus cuestionamientos, Giannotti dice: “El enemigo, infiltrándose por todos los lados, ¿no aparece como el Mal radical? ¿Pero no es él antes de todo la contrapartida perversa de una modernidad cuya perversidad está en su exclusión?”

El concepto de posmodernidad se firmó primeramente en el ámbito de la arquitectura, como contestación a rasgos apuntados como típicos del modernismo y criticados por nombres como Robert Venturi y Charles Jencks: abstracción, funcionalidad, cosmopolitismo ajen a las necesidades locales, menosprecio elitista a las formas populares.

Uno de los principales nombres de la arquitectura brasileña, Paulo Mendes da Rocha es sin embargo enfático en la defensa de lo que, con Habermas, él llama el “inacabado” proyecto modernista. Refiriéndose a los rótulos de “pos” algo, él dice: “No me gusta esos soterramientos. No somos “pos’ nada. Nosotros somos siempre la totalidad de la experiencia de la presencia humana”. No es justo, dice, acusar a la arquitectura moderna, en general, como causa de la actual degradación de los espacios urbanos de grandes ciudades. “Son artefactos aislados, edificios fantasmagóricos que causan trastorno, y eso por la forma como son implantados en ciudades como San Pablo, más que por sus características “modernas”.”

Pregonero de la posmodernidad en filosofía, Lyotard y su caracterización de la ilustración, marxismo y psicoanálisis como “metanarrativas” decadentes son de una riqueza teórica a que Terry Eagleton no hace justicia en su nuevo libro. Eso es lo que afirma el escritor y crítico Silviano Santiago. Es verdad, dice Santiago, que la guerra al terror ha sido eje de una nueva “gran narrativa en el capitalismo tardía”, incluso, agrega, bastante “reaccionaria” y que se desdoblaría hoy en cuestiones como las exigencias e imposiciones de Estados Unidos en relación al ALCA [Area de Libre Comercio de las Américas].

Sin embargo “es inválido el uso de esa gran narrativa para derribar el concepto inaugurado por Jean-François Lyotard en “La Condición Posmoderna”. Me parece una apropiación villana o por lo menos pícara del tema del agotamiento de las grandes narrativas como “condición” para la posmodernidad. Las grandes narrativas de la modernidad, según Lyotard, proponían transformaciones en lo real por la utopía revolucionaria. Él cuestionaba menos el valor teórico intrínseco de la gran narrativa (no fuese él un filósofo de formación clásica) y más el carácter utópico y universalizante que la informaba. Se trata de libro que se combinó y se combina, por ejemplo, con “Orientalismo”, de Edward Said”.

Pero Santiago deja claro que el retorno de las grandes narrativas -y, pues, un cambio de fondo en lo que se entendió hasta aquí por posmoderno- es real y no se limita al caso de Bush: “Caso se quiera hablar de una situação global que cambia y que, por la fuerza de los hechos, reintroduce grandes narrativas libertarias en la escena filosófica actual, sería más justo (para Lyotard) apuntar tres: las del republicanismo, de la democracia y de los derechos humanos. Probar que son las tres ideológicas (en sentido marxista-leninista del término) sería una tarea intelectual más actual y rentable para pensadores del peso de Eagleton. Y para nosotros”.

El crítico Italo Moriconi recuerda justamente un curso dado por Santiago en la Pontificia Universidad Católica (RJ), en 1987, como siendo la oportunidad en que se afeccionó a las posibilidades teóricas y políticas de lo “posmoderno”, al menos en una de las acepciones de ese concepto: en el caso, el “posmodernismo impertinente, provocador”. A ese tipo, él contrapone el “posmodernismo neoconservador” que creció a costas de los “golpes e ilusionismos que llevaron a Bush -y ahora Schwarzenegger- al poder”.

Moriconi considera plenamente actual la formulación de Lyotard de lo posmoderno como “una contradicción universal del saber en un dado momento histórico, realzando el carácter pragmático, político, fragmentario, globalizado y colectivizado de la producción de conocimiento, así como su moldura “agonística” (no propiamente dialéctica) y retórica. En ese sentido específico, no logro ver en qué el análisis de Lyotard habría sido dejado atrás. Al contrario, me parece que las instituciones de conocimiento evolucionaron globalmente cada vez más en el sentido del escentario que Lyotard bosquejó”. Él cita la emergencia de un “nuevo historicismo”, inspirado en Foucault y Nietzsche, y apunta la onda culturalista contemporanea como una repercusión del debate posmoderno.

Una de las diciplinas académicas más afectadas por la “onda” posmoderna fue la antropología, en un casamiento ue incluso ya fructificó en clásicos como “Chamanismo, Colonialismo y el Hombre Salvaje” (ed. Paz e Terra), de Michael Taussig. Para Vagner Gonçalves, profesor de antropología de la USP, lo posmoderno, en esa diciplina, significó una “revisión de los criterios del quehacer etnográfico”. Pierucci adminte que los temas de la sociología en el presente son hoy forzosamente “posmodernos”, pero ella misma no lo es, debido a la vocación a grandes síntesis conceptuales; Gonçalves, al contrario, observa que la antropología posmoderna o reflexiva es “experimental” en la estructuración tanto de la investigación como del texto, al quebrar el script tradicional en el que el etnólogo, autoridad absoluta del saber, iba a su “objeto”, lo decifraba y volvía para contar “como él es” a sus pares académicos.

Gonçalves dice que lo posmoderno “fue una onda que ya pasó” en las universidades americanas en que más tuvo éxito. Pero, afirma, él dejará otro fruto permanente: el alerta para el carácter dialógico del conocimiento y para la necesidad de no esconder el conflicto entre las “versiones” del investigador y de lo nativos, lo cuales tienen cada vez más “voz propia”. Prueba de eso es el reciente apriete del importante antropólogo Marshall Sahlins, acusado por el colega cingalés Gananath Obeyesekere de cometer una serie de equivocaciones y distorciones y de “perpetuar el mito europeo de la irracionalidad indígena” al tratar la muerte y deificación del explorador James Cook en el Hawaii, en 1779. Gonçalves remata: “Nunca pusimos esa cuestión [de la relatividad del saber etnológico] de modo tan explícito” antes de la controversia y -tal vez- ya extinguida onda posmoderna.

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“Después de la Teoría” ataca al relativismo y el desernaizamiento, pero tiende a ignorar evidencias útiles

Lo Universal Concreto
David J. Taylor es crítico y escritor. Es autor de la biografía “Orwell - The Life” (ed. Henry Holt), publicada este año en EEUU e Inglaterra.
para “The Independent”

Bastó mirar el párrafo inicial de “Después de la Teoría”, con su elegía de nombres (Derrida, Lacan, Barthes, Foucault y “todos los otros”) por una “edad de oro” pasada, para ser enviado 20 años atrás en el tiempo, auna reunión de los años 80 de la Sociedad Literaria de la Universidad de oxford. La oportunidad fue la visita de un académico llamado Colin MacCabe, autor de una estudio diabólicamente inteligente sobre James Joyce alrededor de cuya cabeza despretensiosa pululavan nubes de escándalo.
El King’s College de Cambridge había acabado de rechazar la nenovación de alún cargo que él detenía, y la decisión fue entendica como una sospecha en cuanto a la argucia del Dr. MacCabe sobre los últimos pronunciamientos críticos de Paris e Yale.

Las batallas de cuarto cumunmente travadas en los campi entre los padrones de la “teoría” disminuyeron un poco en escala desde entonces, pero dos décadas atrás eran capaces de partir al medio el cuerpo docente universitario inglés. Derrida estaba en toda parte, y Eagleton, en aquellas alturas el más incendiario profesor de inglés en Oxford, estaba claramente decidido a entrar con fuerza en la acción. Hasta donde puedo recordar, él presentó MacCabe con las palabras “este hombre pasó por momentos difíciles. Él necesita su apoyo”.
Infelizmente, el Dr. MacCabe pasó una hora desconstruyendo iocuamente algunas partes muy obscuras de Shakespeare: sus oyentes salieron con la vaga sensación de haver inadvertidamente perdido una oportunidad cultural.
En la época podíamos entender por qué Eagleton, aunque fuese (y todavía es) marxista, estaba tan ávido para ligarse a ese tipo de supuesta disidencia, y lo podemos entender aún más claramente a la luz un tanto difusa de “Después de la Teoría”. En términos generales, desde 1980 el “proyecto” marxista venía enfrentando problemas. Ni los regímenes que todavía alegaban profesarlo ni los marxistas locales que lo usaban para justificar sus fracasos políticos le presentaban favores. Económicamente, parecía una apuesta todavía pero que el monetarismo, que entraba titubeante en la moda; culturalmente, se hablaba de ropas desalineadas y de un lenguaje crítico aún más confuso. Esas señales de radicalismo venían casi totalmente de la academia, y asumía su enfoque más combativo en el recién creado reino de la “teoría cultural”, lo que Eagleton correctamente caracteriza como “una continuidad de la política por otros medios”.

Caso de amor fracasado

Un grupo de filósofos-artistas (en su mayoría) franceses que no creían en “significado”, y sí en una multiplicidad de interpretaciones, que se deleitaban en exposiciones de jerarquía y género, que buscaban reducir un texto a una especie de polvo fino de presupuestos político-sexuales -todo eso era instigante para un hombre que había llegado a la dura conclusión de que el capitalismo estaba agotado y a la conclusión -tal vez más dura- de que difícilmente algun capitalista, y prácticamente cualquier persona viviendo bajo el capitalismo, lo habia percibido. “Después de la Teoría”, por lo tanto, es el registro de un caso de amor fracasado de un ideólogo (un ideólogo espirituso y apasionado, debe decirse) que imaginó que la “teoría” pudiese reencender la llama del marxismo contemporaneo, pero que percibe que este último se quedó muy atrás en la marea posmoderna. Eagleton comienza lo que puede ser descripto como una polémica imparcial, comentando algunas ironías sobre el animal conocido como “posmodernismo”. Una de ellas es que el posmodernismo, con su desconfianza de las normas públicas, valores, jerarquías y padrones, parece sospechosamente una de las versiones más rigurosas del liberalismo económico: “Solo que los neoliberales admiten que rechazan todo eso en nombre del mercado”. Otra es que la “universalidad” que la mayoría de los teóricos contemporaneos intentan adoptar -el mundo visto como un enorme hipermercado monocultural- es contestada por los hechos concretos. Extrañamente, los habitantes de la mayor parte de la antigua Unión Soviética quieren tener sus própias estampillas así como la posibilidad de tomar Coca-Cola: en un mundo que supuestamente queda menor a cada momento, la cantidad de sillas en la mesa de la ONU aumenta misteriosamente. Las cerca de 200 páginas en que la “teoría” finalmente se entera cómo dejó de cumplir las fervientes expectativas de Eagleton son irradiadas por la tradicional impetuosidad de Eagleton, una cantida razonable de pleonasmos (en que la misma discusión fija es enmarcada por media docena de ilustraciones semejantes) y -otra antigua marca de Eagleton- la tendencia a ignorar evidencias útiles, caso ellas obstaculicen u oscurescan alguna de las oposiciones quejosas en que la polémica cultural adora insistir.

Moralismo católico

A pesar de todo el desprecio de Eagleton por el caballero que cultiva las bellas letras en la biblioteca, hubo muchas personal, pre Barthes, que participaron de las “lecturas íntimas”: la primera desconstrucción de la prosa de Dickens, en el contexto de su carrera precoz de periodista, fue realizada aún en 1865 por R. H. Hutton.
Después de eso -de la desecación en su mayor parte revigorante- surge el espectáculo de un moralista católico elegante y un tanto anticuado, quejándose contra el desarraigo (“la criatura que surge del pensamiento posmoderno es descentrada, hedonista, autoinventiva, incesantemente adaptable” etc.) y el relativismo posmodernos (“cualquier persona que genuinamente creyese que nada era más importante que cualquier otra cosa… no sería exactamente lo que reconocemos como persona”), algo que alcanza vuelos más altos, extrañamente, en algunos fragmentos de crítica bíblica -ver, por ejemplo, sus comentarios sobre el “Libro de Isaías”.
No sorprende que el arma al que él finalmente recurre sea la buena y vieja “intuición”, algo cuya existencia el teórico promedio probablemente preferiría negar totalmente. Mi propia intuición me convence de que la comuna neomarxista que Eagleton parece proponer como antídoto a los males del mundo sería prácticamente tan temible como el modelo del hipermercado internacional.
Pero la enorme conquista de “Después de la Teoría” es mostrar exactamente que tan formidable puede ser la presencia del crítico cultural marxista, aún aquí en el universo poblado y desanimador de Bush, Blair, la disidencia de Derrida y el célebre Jean Baudrillard, que fingió dudar de que la Guerra del Golfo haya existido.

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Premisa del modernismo y de la subjetividad, el tiempo cedió a la vez a la experiencia posmoderna de la fotografía, de las ciudades y de la globalización

El Espacio, la frontera final

Fredric Jameson, profesor de literaturas francesa y comparada en la Universidad Duke (Estados Unidos). Es autor de, entre otros libros, "Posmodernismo" y "El Inconsciente Político"

¿Qué vendrá después del fin de la historia? No siendo previsto ningun reinicio, solo puede pasar el fin de otra cosa. Pero el modernismo ya terminó algun tiempo atrás y, con él, se presume, el propio tiempo, ya que fue largamente especulado que el espacio tomaría el lugar del tiempo en el esquema ontológico general de las cosas. De mínima, el tiempo se tornara una no-persona, y las personas dejaron de escribir sobre él. Los romancistas y poetas desistieron de la impresa, partiendo de la premisa enteramente plausible de que el tema ya habías sido largamente cubierto por Proust, Mann, Virginia Woolf y T.S. Eliot y ofrecía pocas oportunidades adicionales de avance literario. Los filósofos también lo abandonaron, basados en el argumento de que, aunque Bergson siguiese a ser letra muerta, Heidegger aún publicaba un volumen póstumo por año sobre el asunto. En cuanto a la montanha de literatura secundaria en ambas diciplinas, volver a escalarla parecía una cosa bastante anticuada para hacer con la vida. “”Was aber war die Zeit? ¿Qué es el tiempo? Un secreto, insustancial y omnipresente. Un prerequisito del mundo externo, un movimiento entremezclado y fundido con cuerpos que existen y se mueven en el espacio. Pero será que no habrá tiempo si no hubiese movimiento? ¿No habría movimiento si no hubiese tiempo? ¡Qué pregunta! ¿El tiempo es una función del espacio? ¿O vice-versa? ¿O los dos son idénticos? ¡Pregunta aún mayor! El tiempo es activo por naturaleza -es como un verbo, en la medida que “madura” tanto como “trae a la superfície”. Y ¿qué trae a la superficie? La transformación. O ahora no es el entonces, o aquí no es el allá -pues, en ambos casos, hay un movimiento separando las dos cosas.

Ascenso de la arquitectura

Pero, como medimos el tiempo por un movimiento circular cerrado en sí mismo, podríamos igualmente bien decir que su movimiento y su transformación son el descanso y el estancamiento, pues el entonces se repite constantemente en el ahora, el allá, en el aquí… Hans Castorp [protagonista del romance “La Montanha Mágica”, de Thomas Mann] reflexionaba continuamente sobre cuestiones sobre esa.
Sea como fuere, ni la fenomenología ni Thomas Mann ofrecieron puntos de partida promisores para cualquier cosa que pudiese incendiar la imaginación. Lo que lo hacía, sin embargo, sin ninguna duda, era la alternativa espacial. Las estadísticas relativas al volumen de libros sobre el espacio son tan alarmantes como el índice de natalidad de su enemigo hereditario.
El ascenso de la cotización de la arquitectura acompañó la caida de las “belles lettres” como una sombra cada vez más larga; la inauguración de cualquier edificio firmado por un arquitecto atraía más visitantes y más atención de los medios que el lanzamiento de un traducción del más reciente ganador desconocido del Premio Nobel. Me gustaría ver una partida entre Seamus Heaney y Frank O. Gehry, pero al menos es cierto que los museos posmodernos ganaron popularidad como mínimo igual a la de los nuevos estadios deportivos, igualmente posmodernos, y que nadie más lee los ensayos de Valéry, que hablaba del espacio lindamente, desde un punto de vista temporal, peron en sentencias largas. Así, la máxima según la cual el tiempo era la dominante de lo moderno (o del modernismo) y, el espaci, de lo posmoderno significa algo al mismo tiempo temático y empírico: lo que hacemos, de acuerdo a los diarios y las estadísticas de Amazon y como llamamos aquello que estamos haciendo. No veo como podemos dejar de identificar aquí una transformación marcadora de época, y esa transformación afecta las inversiones (galerías de artes, encomiendas de edificios) tanto como afecta a las cosas más etéreas a las cuales también se les da el nombre de valores. Ella puede ser constatada, por ejemplo, en aquello que pasó con lo que solía ser llamado de “système desocupados beaux arts” o la jerarquía del ideal estético. En el contexto más antiguo (modernista), el ápice era ocupado por la poesía o el lenguaje poético, cuya “pureza” y autonomía estética daban un ejemplo a ser seguido por las otras artes e inspiraron la paradigmática teorización de la pintura hecha por Clement Greenberg. El “sistema” de lo posmoderno (que afirma no posuir sistema) no es codificado y es más dificil de detectar, pero desconfío de que él culmina en la experiencia del espacio de la propia ciudad -la ciudad renovada y posurbana, aburguesada, las nuevas multitudes y masas de las nuevas calles- y también en la experiencia de una música que fue espacializada por sus contextos de presentación y también por sus sistemas de distribución: los parlantes y los walkmans que transforman el consumo del sonido musical en una producción y apropiación del espacio sonoro en tanto tal.

Secretos de uno y otro

En cuanto a la imagen, su función como materia prima omnipresente de nuestro ecosistema cultural exigiría el análisis de la promoción de la fotografía -de ahora en adelante llamada fotografía posmoderna- de parente pobre de la pintura en tela para una nueva e importante forma de arte en esse nuevo sistema. Pero tales descripciones son claramente predicadas sobre el dualismo operativo, la alegada existencia histórica de las dos alternativas. Los modernos eran obcesionados por el secreto del tiempo, los posmodernos, por el secreto del espacio, siendo el “secreto”, sin duda, lo que André Malraux describía como lo “absoluto”.
Podemos observar un derrape curioso en estas investigaciones, aun quando la filosofía pone sus manos sobre ellas. Ellas comienzan por pensar que quieren saber qué es el tiempo y terminan buscado, más modestamente, describirlo por medio de lo que Whitman llamó “experimentos de lenguaje” en los diversos medios de comunicación. Así, tenemos “versiones” del tiempo presentadas por autores y otros que varían de Gertrude Stein a Husserl, de Mahler a Le Corbusier (que veía sus estructuras estáticas como “trayectorias”).
No podemos afirmar que ninguno de esos intentos sea menos equivocado que los fracasos más obvios del cubismo analítico o de la “estética relativa” de Siegfried Giedeon. Tal vez todo lo que necesitamos decir esté contenido en el epitafio lacónico hecho por Derrida sobre la filosofía aristotélica de la temporalidad: “Em cierto sentido, siempre es demasiado tarde para hablar del tiempo”.
¿Será que podemos hacerlo mejor con el espacio? Lo que está en juego es distinto, claro; el tiempo rije el reino de la interioridad, en el cual se encuentran tanto la subjetividad como la lógica, lo privado y lo epistemológico, la autoconciencia y el deseo. El espacio, como reino de la exterioridad, incluye las ciudades y la globalización, pero también las demás personas y la naturaleza. No es tan evidente que el lenguaje siempre caiga bajo la égida del tiemo (damos nombres a los objetos del reino espacial, por ejemplo), y, respecto a la visión, la luz interior y el reflejo tanto literal como figurativo constituyen categorías de introspección conocidas. De hecho, ¿por qué separar a las dos?

* Publicado en A Folha de São Paulo el 02/11/2003.


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